Cada vez existe un mayor consenso a la hora de afirmar que Internet es un arma poderosa para defender las libertades democráticas y combatir los regímenes dictatoriales. Gracias a la insistencia machacona de numerosos políticos, analistas y medios de comunicación, se ha extendido la creencia de que las redes digitales de comunicación, con su fabulosa capacidad para facilitar los flujos de información, han adquirido una importancia decisiva a la hora difundir los valores de las democracias liberales y minar el poder de los Estados autoritarios. Según este punto de vista, la red, con las numerosas herramientas nacidas al abrigo de ella –entre las que podemos citar a Twitter, Facebook, Youtube y las aplicaciones para crear blogs– está catalizando un renacer democrático, al crear medios alternativos para difundir el pensamiento emancipador, y posibilitar que los ciudadanos se organicen en redes para canalizar sus reivindicaciones y defender sus derechos.
Según esta línea de pensamiento, que podríamos calificar de tecnocéntrica, las redes digitales de comunicación han desempeñado un papel fundamental para cohesionar y dar voz a los diversos movimientos ciudadanos que, en tiempos recientes, se han organizado para hacer frente a gobiernos autoritarios –como en Irán, Túnez o Egipto– o para exigir reformas en regímenes democráticos liberales –como en España, Chile, Israel o Estados Unidos. Dentro de esta lógica, la red se ha convertido en un instrumento determinante para la transformación social y la consecución de los ideales democráticos en todo el mundo.
Sin embargo, hay algunos autores que no piensan así. Es el caso de Evgeny Morozov, quien, en The Net Delusion: The Dark Side of the Internet Freedom, alerta contra la tendencia, más o menos interesada, a asociar la expansión de las redes digitales con la consolidación de la democracia. El autor bielorruso no únicamente pone en entredicho que Internet sea por sí sola una garantía de emancipación, sino que sostiene, incluso, que la red puede utilizarse como un arma muy eficaz para perpetuar las prácticas totalitaristas.
Una de las conclusiones que se pueden extraer de la lectura del libro de Morozov es que la influencia de Internet sobre los movimientos sociales recientes han sido magnificada por periodistas y políticos. En la opinión del escritor bielorruso, las nuevas tecnologías están lejos de ocupar el papel preponderante que nuestro imaginario les ha otorgado. Y, de hecho, su importancia es aún menor en los países en vías de desarrollo, donde la penetración de Internet es más bien escasa.
Entre los ejemplos utilizados por Morozov para ilustrar sus puntos de vista se encuentran las movilizaciones de junio de 2009 organizadas a raíz del fraude electoral que hizo posible la reelección de Mahmoud Ahmadinejad a la presidencia de Irán. La llamada Revolución Verde iraní muy pronto adquirió celebridad por considerarse un movimiento ciudadano articulado alrededor de Internet. Los medios de comunicación occidentales mostraron una unanimidad casi total a la hora de afirmar que redes sociales como Twitter o Facebook habían desarrollado un papel esencial para cohesionar a las movimientos opositores que actuaron dentro del país. La exaltación de la vertiente tecnológica de protestas iraníes llegó a tal grado que, por momentos, pareció que la Revolución Verde fuese una consecuencia inevitable del desarrollo de las nuevas tecnologías de comunicación.
Sin embargo, Morozov considera que el carácter tecnológico de las revueltas iraníes fue, en realidad, una mera construcción mediática. Para demostrarlo se remite a los datos aportados por la empresa Sysomos, que, en vísperas de las elecciones de 2009, contabilizó apenas 19.235 cuentas de Twitter en Irán, el equivalente al 0,027 por ciento de la población del país. De hecho, Moeed Ahmad, el director de nuevos medios de Al-Jazeera, afirma que solo pudo comprobar la existencia de sesenta cuentas activas de Twitter en Teherán durante las protestas.
Esto no quiere decir que las noticias relacionadas con la Revolución Verde no hubiesen obtenido resonancia en las redes sociales. Twitter hirvió de mensajes y enlaces a artículos relacionados con la situación de este país asiático. Sin embargo, lo cierto es que la gran mayoría de ellos tuvo su origen fuera de las fronteras de Irán.
No deja de resultar irónico que el caso de Irán haya servido a Modorov para ejemplificar el carácter represivo que puede adquirir Internet. En contra de la opinión general, el autor bielorruso considera que fue el régimen –y no las fuerzas opositoras– el que supo sacar mayor rédito político a las tecnologías de información durante las revueltas. En su libro, Modorov ofrece detalles acerca de la manera como, al poco tiempo de iniciadas las protestas, las autoridades iraníes fueron capaces de crerar una comisión de alto nivel, formada por 12 miembros, dirigida a combatir el “cibercrímen”. De esta forma, la policía se dedicó a rastrear por la red numerosos vídeos y fotografías con los rostros de manifestantes, que luego publicó en diversos medios digitales, para solicitar a la población que le ofreciese información sobre los sujetos retratados. Paralelamente, las autoridades iniciaron una campaña de amenazas en las redes sociales contra ciudadanos iraquíes afincados en el extranjero, mientras los partidarios de Ahmadinejad utilizaban los blogs y los diarios electrónicos oficialistas para organizar una campaña de desprestigio contra el movimiento opositor.
A final de cuentas, el libro de Morozov aparece como una advertencia contra el determinismo tecnológico –ingenuo, en el mejor de los casos, interesado, en el peor– que subyace en los discursos que ven en las redes de comunicación una herramienta esencialmente emancipatoria. Es innegable, que Internet se ha significado como un formidable motor de cambio social, capaz de transformar de una manera radical nuestra forma de producir y de relacionarnos con otros sujetos y con nuestro entorno. También es indudable que la red nos brinda una fabulosa oportunidad para democratizar el saber, en la medida en que facilita que la ciudadanía acceda a los medios de producción de conocimiento de una manera que nunca antes había sido posible. Sin embargo, ello no debe inducirnos a considerar que Internet es un bien esencialmente emancipador. En realidad, las redes digitales de comunicación son un territorio en disputa, en el que negociamos nuestras visiones sobre la realidad; son un campo de batalla en el que combatimos, con mayores o menores recursos, para hacer que prevalezcan nuestras propias formas de entender el mundo.
Me gusta esto:
Me gusta Cargando...