Google Glass y el panoptismo

Mucha atención mediática ha despertado Google Glass desde que la empresa de Mountain View anunció la disponibilidad de dicho dispositivo para los desarrolladores a principios de 2013. Desde entonces, Google ha impulsado una ambiciosa campaña mediática –que incluye, entre otras cosas, sugerentes vídeos difundidos en las redes sociales– con el objetivo de convencernos de las bondades de su nuevo artilugio.

Dejando al margen el buenrollismo hipster que desprenden los vídeos de Google, uno no puede dejar de sentirse fascinado por las gafas desarrolladas en los laboratorios de la empresa estadounidense. Después de todo, resulta muy atractiva la posibilidad de contar con un ordenador para vestir que, de una manera sutil, nos permita disponer de una versión enriquecida de la realidad percibida por nuestra mirada. Porque eso es, en el fondo, Google Glass: una pieza de indumentaria que añade capas de información al universo que percibimos.

Rostro con las gafas de Google.

Rostro con las gafas de Google. Fotografía de Apostolos.

Cuando este dispositivo se generalice entre nosotros, veremos cómo nuestra relación con las máquinas se hará aún más estrecha. Y esto pasará porque las aplicaciones de las tecnologías digitales móviles –conectividad, geolocalización, inmediatez de acceso a la información–, con las que ya hemos podido experimentar gracias a los smartphones, contarán con una interfaz que se integrará mejor a nuestro organismo y que nos permitirá tener la sensación de que nuestra relación con la tecnología adquiere un carácter cada vez más natural.

Es probable que las gafas de Google nos hagan sentir que tenemos un mayor dominio sobre la realidad. Sin embargo, también pueden convertirse en un instrumento de sujeción para nosotros. Al fin y al cabo, el hecho de estar conectados todo el tiempo nos convierte en una fuente de emisión de datos –sobre nuestros gustos, sobre nuestros actos, sobre nuestras ideas– que pueden ser utilizados con finalidades políticas o comerciales. Y, a la larga, esto puede derivar en una restricción de nuestras libertades individuales.

De hecho, cada vez se van perfeccionando más las tecnologías que se valen de la información liberada en las redes sociales para ejercer un mayor control sobre los ciudadanos. A principios de año, The Guardian sacó la luz un vídeo de la empresa de tecnologías militares Raytheon, en el que uno de sus investigadores explicaba el funcionamiento de Riot, un sistema de análisis de comportamiento individual basado en información obtenida de redes sociales como Twitter, Facebook o Foursquare.

Gracias a este software, Raytheon puede elaborar perfiles muy detallados de cualquier persona, con información de sus amigos, de los lugares que frecuenta y de las actividades que realiza. El sistema es tan refinado que, incluso puede predecir los comportamientos de los sujetos. Pero lo más inquietante de Riot es que realiza sus perfiles a partir de información que las personas ni siquiera saben que han hecho pública, como las coordenadas de las imágenes que toman con su smartphone.

Podemos imaginar un futuro en el que los policías se pasearán por las calles luciendo las gafas de Google. Sin embargo, dichos policías probablemente no las utilizarán para protegerse del sol, sino que las emplearán para obtener información sobre los ciudadanos con los que se cruzan durante sus rondas. Gracias a un sistema de realidad aumentada, podrán acceder a los antecedentes penales de dichas personas o, simplemente, tendrán la posibilidad de saber si se trata de inmigrantes sin papeles. ¿Parece el delirio de escritor cyberpunk? Quizá. Sin embargo, el desarrollo de las tecnologías actuales nos permite pensar que dicho futuro sería plausible.

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Las dos caras del crowdsourcing

El Turco representado en un grabado del libro Briefe über den Schachspieler des Hrn. von Kempelen, nebst drei Kupferstichen die diese berühmte Maschine vorstellen, de Karl Gottlieb von Windisch, 1783.

El Turco representado en un grabado del libro Briefe über den Schachspieler des Hrn. von Kempelen, nebst drei Kupferstichen die diese berühmte Maschine vorstellen, de Karl Gottlieb von Windisch, 1783. Fotografía de Wikimedia Commons.

Ciertamente, las grandes redes colaborativas surgidas al abrigo de Internet han hecho posible la realización de excepcionales proyectos creativos, cuya existencia hubiera sido impensable hace solo unos cuantos años. Los hechos han demostrado que las multitudes conectadas en red son capaces de llevar a buen término valiosos productos culturales si cuentan con las plataformas tecnológicas y los medios de organización y adecuados. La acción coordinada –aunque sea mediante prácticas y reglas informales– de grandes comunidades en línea se ha mostrado muy eficaz para realizar propuestas en campos tan distintos como la ciencia, la tecnología, la cultura o las finanzas. El trabajo de la multitud ha sido utilizado con éxito en proyectos tan distintos como la catalogación de especies animales y vegetales alrededor del mundo, el desarrollo de programas de software, la redacción de enciclopedias o la predicción del comportamiento de valores financieros.

El crowdsourcing, esto es, la práctica de recurrir a grandes comunidades o grupos de personas para realizar tareas concretas, se ha revelado como un poderoso motor de creación. No por nada, pensadores con ideologías tan diferentes, como Manuel Castells, Howard Rheingold, Don Tapscott y Anthony D. Williams han expresado su admiración por la capacidad de la multitud para desarrollar trabajos ambiciosos y complejos.

Es innegable que el crowdsourcing se está significando como un notable factor de productividad y un extraordinario motor económico. Sin embargo, aún está pendiente de realizar un análisis crítico sobre sus consecuencias en el trabajo cognitivo. El esfuerzo multitudinario ha hecho posible disfrutar de importantes realizaciones que han quedado a disposición de la comunidad: entre las más conocidas se encuentran varios programas de software libre y la Wikipedia. Sin embargo, el crowdsourcing también tiene su reverso oscuro: al fin y al cabo, la creación de grandes redes de individuos dispuestos a realizar tareas más o menos complejas, aceptando a menudo meras recompensas simbólicas, ha traído consigo la precarización de las condiciones laborales de numerosos trabajadores en el ámbito del saber y el conocimiento.

Podemos encontrar un ejemplo descarnado de los efectos perversos del crowdsourcing en Mechanical Turk de Amazon, una plataforma virtual que ofrece a las empresas la posibilidad de utilizar la fuerza de trabajo de la multitud para externalizar tareas, pero que, en la práctica, se ha convertido en un mercado en el que los individuos ponen a disposición sus habilidades a precios a menudo irrisorios. Este sitio, en el que los trabajadores realizan tareas cognitivas por salarios generalmente ínfimos, supone la culminación de un modelo productivo nacido de la convergencia entre la eficiencia de las tecnologías digitales y la filosofía desreguladora del neoliberalismo. Mechanical Turk es un entorno de trabajo que, debido a su virtualidad, permite a los empleadores hacerse con una fuerza de trabajo prácticamente despojada de todo derecho: sin seguridad social, sin vacaciones, sin protección laboral y sin casi ninguna defensa frente a los abusos de los empresarios.

Resulta sorprendente que existan analistas capaces de justificar las condiciones que rigen plataformas del tipo del Mechanical Turk. En este sentido, Erik Brynjolfsson y Andrew McAfee, investigadores del Massachusetts Institute of Technology (MIT), defienden, en Race Against The Machine, la existencia de proyectos como el de Amazon con el argumento de que en ellos se encuentra el germen de modelos empresariales que crearán riqueza en el futuro. De acuerdo con el razonamiento de estos autores, la precariedad impuesta a los trabajadores actuales de Mechanical Turk es el precio a pagar por la prosperidad que la eficiencia de los mercados traerá consigo en tiempos venideros. Haciendo gala de una ironía involuntaria, Brynjolfsson y McAfee convierten la fe en el futuro, propia del pensamiento moderno, en un ingrediente fundamental de la mitología neoliberal.

Justificar la precariedad de las condiciones de trabajo cognitivo en las redes digitales de comunicación aduciendo que es la condición necesaria para alcanzar un orden económico más eficiente supone caer víctima de una doble creencia supersticiosa: la que afirma, por un lado, que la tecnología es en sí misma un motor del progreso social y, por otro, que los mercados son sistemas que se regulan de forma natural.

Un simple vistazo a la historia de los dos últimos siglos es suficiente para rebatir los argumentos de McAfee y Brynjolfsson. La revolución técnica que trajo consigo el capitalismo industrial no supuso por sí misma una mejora en las condiciones de vida de la gente: derechos laborales que en Europa (todavía) pueden parecernos tan naturales, como la jornada de ocho horas o las vacaciones pagadas, son una conquista social resultado de décadas de confrontación y no la consecuencia directa de la maquinización de la sociedad.

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¿Libros electrónicos de segunda mano?

Parada de libros de segunda mano en una calle de Lima, Perú. Fotografía de Geraint Rowland.

Parada de libros de segunda mano en una calle de Lima, Perú. Fotografía de Geraint Rowland.

Hace algunas semanas leí, en The Digital Reader, una entrada en la que Nate Hoffelder hablaba de la posibilidad de que Amazon se estuviese planteando montar una plataforma de libros electrónicos de segunda mano. La noticia causó un cierto revuelo en medios especializados e, incluso, saltó a periódicos generalistas, como El País. Aunque, de entrada, la idea puede resultar algo extravagante, existen razones pensar que el proyecto va en serio.

En su blog, Hoffelder explica que Amazon ha patentado un software que no solo permite vender libros electrónicos –además de archivos de audio, vídeo y aplicaciones informáticas–, sino que, además, hace posible limitar el número de veces que estos se transfieren de un dispositivo a otro. En la práctica, esto permitiría que Amazon pudiese acordar con los editores el número de ocasiones en que un “ejemplar” determinado de un libro digital pudiese ser vendido. El objetivo último sería crear un mercado de segunda mano en el que los poseedores de publicaciones electrónicas pudiesen revenderlas –se entiende que a un precio más barato, que las publicaciones “nuevas”.

El proyecto tiene su miga, pues supone tratar los archivos digitales –virtualmente reproducibles un número ilimitado de veces– como si fuesen objetos físicos, es decir, como bienes materiales, cuya duplicación suele ser cara y trabajosa. Mediante la utilización del consabido DRM, Amazon estaría creando (una vez más) un modelo de negocio basado en la lógica de la escasez para aplicarlo a un universo de abundancia.

Parece chocante. Sin embargo, no lo es tanto; sobre todo para quienes estamos vinculados al mundo del arte y, por tanto, estamos acostumbrados a ver cómo la escasez se convierte en un recurso muy socorrido para inflar (artificialmente) el precio de las mercancías. Después de todo, la iniciativa que Amazon parece estar impulsando no resulta muy distinta a la de las ediciones limitadas del mundo del arte, que convierten los grabados, las fotografías o, incluso, los vídeos, en bienes poco abundantes y, por tanto, muy codiciados. Tal como pasa con las obras de arte, los libros electrónicos de “segunda mano” podrán insertarse en el mercado gracias a su rareza y no ya a su mero valor de uso.

Ahora bien, el proyecto de Amazon tiene otras implicaciones, que tienen que ver con la pérdida de control por parte individuo sobre los productos que adquiere. En el universo de los átomos, cuando alguien compra un libro impreso, tiene un poder de decisión completo sobre lo que desea hacer con él: puede regalarlo, prestarlo, ponerlo a circular mediante el bookcrossing o, incluso revenderlo. Ni los editores, ni los distribuidores, ni los libreros podrán pedirle cuentas por ello, porque, de entrada, carecen de la capacidad de rastrear lo que hace con las obras que adquiere. Cuando el lector sale de la librería con un libro bajo el brazo, rompe la relación con la cadena de producción y comercialización del libro. A partir de ahí, lo que hace con sus libros se convierte en un misterio.

Las cosas son bien distintas en el universo de los bits, donde las librerías virtuales –y, en menor medida, los editores– tienen una gran capacidad para obtener una información sobre lo que sus clientes hacen con los libros electrónicos que adquieren. Como es bien sabido, Amazon es capaz de obtener una enorme cantidad de datos sobre los hábitos de los lectores que compran libros electrónicos en su web. La empresa estadounidense no únicamente sabe qué libros adquieren sus compradores, sino que también puede recopilar información tan variada como los momentos en que estos leen, las lecturas que dejan inacabadas o los libros que prestan y comparten con otros lectores. Con el libro electrónico, la lectura deja de ser un acto privado, en la medida en que el sujeto, a medida que lee, va liberando una información susceptible de ser utilizada por Amazon, con finalidades primordialmente comerciales.

La creación de un mercado de libros electrónicos de segunda mano puede verse como una nueva vuelta de tuerca en el control que Amazon ejerce sobre sus lectores: estos ya no serán tan solo una fuente de información de extraordinario valor comercial, sino que entrarán a formar parte de un sistema mercantil que seguramente les reportará menos ventajas que inconvenientes. En realidad, los lectores quedarán cautivos en una plataforma en la que Amazon –previo acuerdo con autores y editores– podrá decidir los protocolos y las condiciones económicas y legales bajo los que se realizará la reventa de libros. Si este proyecto llega a cristalizar, la empresa de Seattle dará un paso más para apropiarse de las bibliotecas (virtuales) de sus clientes, las cuales van perdiendo su carácter de bienes que se poseen para convertirse en meros servicios que se alquilan.

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La paradoja de la cultura libre (II)

En mi entrada anterior, analizaba las reticencias que las licencias Creative Commons de uso no comercial (NC) despiertan en algunos sectores de la llamada “cultura libre”. Argumentaba que tales reticencias delatan un desinterés por establecer distinciones entre dos lógicas económicas distintas: la comercial, basada explícitamente en los intercambios mercantiles, y la del don, sustentada en la generosidad y el altruismo. En el fondo, esta actitud pone en evidencia una falta de voluntad por comprender las motivaciones que impulsan los actos creativos.

Posiblemente, este desinterés por las motivaciones de la creación tenga su explicación en la actitud utilitarista que, al menos en parte, ha animado a la cultura libre desde su gestación. Es bien sabido que el nacimiento y la consolidación de esta tendencia social han estado muy vinculados al movimiento del software libre, surgido en las últimas décadas del siglo pasado. Y no es de extrañar que la cultura libre goce de tanto predicamento entre los programadores. Las licencias libres del tipo GNU GPL se han convertido en un factor que ha permitido crear ricos ecosistemas en los que desarrolladores y empresas grandes y pequeñas colaboran de una manera más o menos informal en la escritura y el perfeccionamiento del código de software.

En efecto, la posibilidad de utilizar, estudiar, distribuir y mejorar programas informáticos inherente al software libre no solo ha permitido desarrollar con éxito proyectos de valor excepcional para el mundo digital, sino que, a menudo, ha creado entornos de colaboración muy provechosos para quienes participan en ellos. Precisamente, una de las razones que explican la consolidación de las comunidades del software libre radica en su capacidad de generar beneficios para sus participantes, al margen del reconocimiento y la satisfacción vinculados a los comportamientos altruistas. En realidad, el éxito de muchos proyectos basados en este tipo de software está en el hecho de que resulta más beneficioso mantener el código libre que hacerlo privativo.

Cito un fragmento de Remix, de Lawrence Lessig:

[…] hay múltiples razones para creer que las características específicas del software libre determinan que sea razonable mantener libre su código –por ejemplo, los costes de sincronización de una versión privada a menudo exceden abrumadoramente cualquier beneficio derivado de mantener el código privado. IBM, por ejemplo, era libre de tomar el servidor Apache y construir una versión privada que comercializar con su marca, sin publicar a su vez las mejoras introducidas en el código. Pero IBM solo habría adquirido ese beneficio en la medida en que continuara actualizando su código para reflejar los cambios realizados en la versión pública de Apache. En un primer momento (cuando la base de código está próxima a su origen), esa actualización no es demasiado complicada; pero con el paso del tiempo (a medida que las bases de código divergen), resulta cada vez más costoso mantener el código privado. Por consiguiente, la estrategia puramente racional para este tipo de creatividad es la de innovar en el seno del procomún, pues el coste de innovar de forma privada sobrepasa sus beneficios.

La complejidad de los proyectos de software libre –que a menudo requieren del trabajo recurrente de grandes equipos de colaboradores– resulta un buen incentivo para preservar celosamente su carácter abierto. Más allá de toda voluntad altruista, el código se mantiene libre, porque, desde múltiples perspectivas, resulta rentable que permanezca así. Sin embargo, no está tan claro que las normas imperantes en el software libre puedan resultar siempre tan beneficiosas para creaciones cuya naturaleza difiere notoriamente de la de los programas informáticos.

A primera vista, los defensores de la cultura libre cuentan con un magnífico ejemplo para demostrar que es posible trasladar el modelo del software libre a los proyectos editoriales: la Wikipedia. Y es cierto. La enciclopedia colaborativa fundada por Jimmy Wales pone de manifiesto que la apertura y la libertad de distribución pueden, en determinados casos, generar las condiciones adecuadas para garantizar el éxito de proyectos fundamentalmente textuales. La Wikipedia, cuyos contenidos se distribuyen bajo las condiciones de la licencia Creative Commons BY-SA y de la GNU Free Documentation License, consideradas genuinamente libres, ha demostrado que las multitudes organizadas de manera más o menos informal pueden dar forma a creaciones de gran complejidad y de extraordinaria relevancia social.

Ahora bien, el hecho de que la Wikipedia sea exitosa en sí misma y de que se haya convertido en un extraordinario referente cultural, no implica necesariamente que los individuos que colaboran en ella se vean debidamente recompensados por la labor que realizan. Estudios de autores como Joaquín Rodríguez y Felipe Ortega demuestran que el modelo de funcionamiento de la célebre enciclopedia digital se fundamenta en una alta tasa de reposición de los colaboradores, que suelen implicarse en el proyecto solo de una manera transitoria. De hecho, el periodo medio de participación activa de una persona en el proyecto se sitúa alrededor de los 200 días. Y pese a que la Wikipedia ha creado un sistema de premios y reconocimientos destinado a otorgar capital simbólico a sus colaboradores más destacados, lo cierto es que el compromiso de los autores y editores suele ser efímero. Muy probablemente, esto se deba a la incapacidad de la enciclopedia libre para otorgar a sus colaboradores unas recompensas lo suficientemente atractivas como para sellar su fidelidad a largo plazo. Tal como afirman Rodríguez y Ortega en El potlach digital:

Entre los wikipedistas el reconocimiento simbólico de los otros implicados es el único capital que puede esperarse y su acumulación no desemboca en ninguna otra forma de transferencia o acumulación, de manera que no puede constituirse en un fundamento imperecedero de dedicación, porque no está vinculado a recursos materiales adicionales o a investiduras que proporcionen mayor poderío o jurisdicción.

No deja de resultar irónico que el ejemplo más exitoso de cultura libre sea incapaz de garantizar el compromiso duradero de sus colaboradores (incluyendo a los más comprometidos). Y probablemente, aquí se encuentre uno de los puntos débiles de la filosofía de lo libre aplicada a la cultura: las dificultades que encuentra a la hora de ofrecer un modelo de creación adaptado a economía mercantil, con un sistema de recompensas susceptible de trascender el mero reconocimiento simbólico. Su talón de Aquiles es la incapacidad para premiar el esfuerzo con estímulos materiales, pese a su voluntad de inscribirse en la economía comercial.

Tal como hemos apuntado más arriba, el software libre tiene una vertiente utilitaria, fundamentada en su capacidad para generar productos susceptibles de explotarse comercialmente. A menudo, los desarrolladores y empresas que participan en la creación de software libre lo hacen con la convicción de que lograrán rentabilizar su trabajo mediante la prestación de servicios vinculados a los programas y plataformas que han ayudado a desarrollar. Al final, la posibilidad de obtener un beneficio económico de su trabajo se convierte en un estímulo que les lleva a seguir colaborando con los otros miembros de la comunidad.

Sin embargo, en el mundo de la cultura, las cosas no suelen ser así, al menos por ahora, pues la mayoría de los creadores que trabajan con licencias libres (las que permiten la reutilización comercial de sus creaciones) no suelen obtener una compensación económica proporcional al esfuerzo y a las habilidades invertidas para llevar a cabo sus realizaciones. En la práctica, la traslación de la lógica del software libre al mundo de la cultura ha mostrado una capacidad limitada para crear proyectos económicamente sostenibles a largo plazo.

Y aquí tenemos la paradoja de la cultura libre. Dadas sus dificultades para ofrecer recompensas que trasciendan el mero reconocimiento simbólico, pone en cuestión uno de sus principales objetivos: convertirse en instrumento de estímulo de la creación. Curiosamente, el uso de las licencias no restrictivas puede tener el efecto contrario al deseado. En primer lugar, la incapacidad de la cultura libre para servir a su finalidad utilitaria puede llevar a muchos a individuos y colectivos a abandonar la labor creativa, al no conseguir que esta sea rentable.

Pero lo que es peor: la eliminación de las restricciones de distribución que propone la cultura libre puede inhibir el trabajo de las personas que se sienten cómodas operando en la economía del don. Sin la posibilidad de elegir el tipo de uso que desean otorgar a sus obras y de hacer evidentes las motivaciones y los fines que orientan su labor productiva, es muy probable que muchos creadores optasen por dejar de trabajar en proyectos culturales. Por razones diversas, hay individuos que consideran importante trazar una distinción entre dos realidades económicas dotadas de lógicas distintas. Si se les impidiera hacer explícito cuándo quieren operar en una y cuándo desean hacerlo en la otra, probablemente preferirían abandonar la creación. Nos encontraríamos así ante una nueva variante de la «tragedia de los comunes», esta vez desencadenada no por intereses particulares sino por una interpretación dogmática de la cultura de la compartición.

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La paradoja de la cultura libre (I)

Suelo publicar mis artículos bajo una licencia Creative Commons BY NC ND, que, entre otras cosas, impide la redifusión comercial de mis textos. Así lo hago, por ejemplo, en mi blog y en algunas publicaciones en las que colaboro, como es el caso de a*desk. Sin embargo, no faltan quienes me critican por difundir mis escritos bajo licencias sujetas a cláusulas «restrictivas». Lo hacen con el argumento de que, al impedir la reutilización comercial de mis artículos, estoy atentando contra la cultura libre en su sentido más genuino, pues, de alguna manera, estoy poniendo obstáculos a la realización de esa utopía en la que el saber circulará sin traba ninguna. Mis críticos, entre los que se cuentan algunos buenos amigos míos, no acaban de entender mi negativa a permitir que, de entrada, alguien pueda obtener un beneficio económico de los contenidos que he decidido publicar bajo la protección de una licencia Creative Commons sin derecho a usos comerciales. Ellos afirman que, si verdaderamente deseo que mis creaciones circulen, lo que debería hacer es publicarlas con licencias no restrictivas –de los tipos BY o BY SA–, reconocidas como verdaderamente propias de la “cultura libre”.

Como muchos otros creadores, tengo mis razones para no hacerlo. Y a continuación, expondré algunas de ellas.

Cuando alguien publica una obra intelectual con una licencia que facilita su distribución, pero que impide su uso comercial, está asumiendo una postura clara: en última instancia, está declarando que dicha obra se inserta en una economía del don y no en una mercantil. Lo que busca el creador es ofrecer el resultado de su trabajo a la comunidad, asegurándose de que este podrá ser utilizado y compartido sin que nadie intente obtener un provecho económico de él. Entendida de esta forma, la creación se convierte en una especie de obsequio que puede ser utilizado por cualquier persona, siempre y cuando esta se abstenga de lucrarse con él. Tal como afirma Lawrence Lessig, a partir de una cita de Lydia Pallas Loren, en Remix:

Un instrumento como la licencia «no comercial» de Creative Commons habilita a un artista a declarar «toma mi obra y compártela libremente. Deja que forme parte de la economía de compartición. Pero si quieres transferirla a la economía comercial, debes consultarme primero y, dependiendo de la oferta, aceptaré o no».

Esta clase de señales promueve que otros creadores participen en la economía de compartición, dándoles confianza en que su aportación no se usará con fines incoherentes con ella. Con ello se fomenta esta forma de economía del don –no mediante el menosprecio o la denigración de la economía comercial, sino simplemente reconociendo lo obvio: que los humanos actúan con motivaciones diferentes, y que la basada en dar merece tanto respeto como la basada en recibir.

En última instancia, al distribuir una obra con una licencia “no comercial”, el creador está trazando una distinción entre dos economías que funcionan con sus propias reglas, motivaciones y recompensas. Es una distinción semejante a la que hacemos cuando, en determinadas ocasiones, optamos por realizar de una manera altruista acciones que en otras circunstancias haríamos esperando una retribución económica. Seguramente, a un cocinero profesional difícilmente se le ocurriría cobrarle a su hijos por prepararles la cena, de la misma manera que (casi) ninguno de nosotros esperaría recibir una compensación económica por ayudar a un amigo extranjero a redactar una carta en nuestra lengua materna.

Cuando realizamos un trabajo remunerado, sabemos que estamos actuando en una economía comercial y entendemos que nuestra recompensa será el pago que recibamos por nuestro esfuerzo. En cambio, cuando realizamos una tarea sin esperar dinero a cambio, nos situamos en una lógica económica diferente, sustentada en motivaciones variadas: el altruismo, los afectos, la necesidad de mantener los vínculos de solidaridad o la búsqueda de reputación, entre otras. Se trata de una lógica económica que engloba prácticas que irían desde ayudar a cambiar una bombilla a un vecino hasta escribir código para un programa de software libre o redactar una entrada de la Wikipedia.

Quienes en nombre de la cultura libre critican las licencias Creative Commons de uso no comercial parecen ignorar el valor que posee la posibilidad de elegir entre lógicas económicas distintas. Asumiendo una actitud en la que el idealismo libertario y el pragmatismo descarnado terminan confundiéndose, los defensores más radicales de la cultura libre niegan al creador la capacidad de ejercer un control sobre los fines para los que se utilizará su trabajo, y de hacer explícitas las intenciones que impulsan su labor productiva. A fin de cuentas, si se niega a los agentes culturales la posibilidad de elegir el sistema económico en el que desean inscribir sus obras, se está cercenando su capacidad para decidir sobre la dimensión moral de su trabajo creativo.

Es probable que este desinterés por las motivaciones morales de la creación se deba al utilitarismo que, al menos en parte, ha animado a la cultura libre desde su orígenes. Se trata de un asunto digno de reflexión, sobre el que trataré en mi próxima entrada.

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Internet: ¿el fin de la diversidad?

Multitud presenciando un concierto.

Multitud en el festival Openair St. Gallen, Suiza, 2010. Fotografía de Michael Dornbierer.

Es innegable que Internet ha desempeñado un papel fundamental para favorecer la diversidad. Las redes digitales de comunicación han hecho posible publicar y consultar documentos e información de todo tipo. En ellas, se acumula el conocimiento producido por una multitud de creadores con intereses, orígenes y trasfondos culturales diversos. En ninguna época como en la nuestra, tanta gente había tenido la oportunidad de acceder a una cantidad tan variada y extensa de documentos como la que ofrece la red: desde contenidos elaborados por especialistas y centros de investigación hasta materiales realizados por aficionados y diletantes; desde creaciones concebidas para público masivo hasta productos pensados para segmentos muy minoritarios de la población digital.

Por ello, no deja de resultar paradójico que comiencen a consolidarse una serie de prácticas en Internet que tienden a favorecer la uniformidad y a penalizar los contenidos que se salen de la norma y se sitúan al margen del gusto mayoritario.

Un ejemplo claro de ello lo tenemos en la manera de funcionar de los buscadores, que constituyen la principal puerta de acceso a los contenidos alojados en las redes digitales. Como es bien sabido, la popularidad es uno de los principales criterios en que se basan las arañas de los buscadores para otorgar relevancia a las páginas dispersas en la web. Si un sitio genera mucho tráfico y es enlazado por muchas páginas externas, tiene muchas posibilidades de aparecer indizado en las primeras posiciones de los resultados de búsqueda, hecho que, a su vez, provoca que obtenga más visitas y que aumente sus probabilidades de conseguir más enlaces desde otras webs.

Esta manera de funcionar termina teniendo efectos perversos, en la medida en que tiende a privilegiar la popularidad por encima de los criterios de pertinencia o calidad. Ya resulta muy habitual que, cuando uno busca información sobre temas concretos, los buscadores tiendan a recomendarle páginas muy visitadas, pero con información mediocre, al tiempo que le ocultan sitios más rigurosos, pero menos populares. En este sentido, no deja de resultar desesperante que las primeras posiciones de los resultados de búsqueda de casi cualquier tema cultural o científico suelan estar copadas por entradas de la Wikipedia o por páginas que calcan los contenidos de esta enciclopedia colaborativa. El resultado de ello es que los ecos de la Wikipedia comienzan a resonar en numerosísimas publicaciones tanto digitales como en papel. A final de cuentas, la inteligencia colectiva desemboca en el pensamiento uniforme.

Y que conste que considero que la Wikipedia es un proyecto magnífico, en el que he colaborado activamente (de hecho, durante bastante tiempo, llevé algo así como una doble vida: de día coordinaba –cobrando– la edición de enciclopedias para un poderoso grupo editorial, mientras que, de noche escribía y editaba –sin remuneración económica– artículos de las ediciones catalana y castellana de la Wikipedia). Simplemente intento alertar sobre los peligros que entraña la excesiva influencia cultural que comienzan a adquirir determinadas prácticas en Internet.

El saber alojado en Internet es abundante y variado, pero no siempre es sencillo acceder a él. En otro texto, afirmaba que las redes digitales habían traído consigo un nuevo tipo de rareza, que ya no depende de la escasez sino del desconocimiento. En nuestra época, una cosa es rara no ya porque exista en poco número –como los incunables o las monedas antiguas–, sino porque nos cuesta reparar en su presencia –como pasa con los documentos que permanecen semiocultos en los márgenes de la red. Y de hecho, gran parte del conocimiento acumulado en las redes digitales va ganando en rareza a medida que se muestra incapaz de competir con el enorme poder de atracción de los contenidos más populares de Internet y de encontrar los medios para obtener presencia en un entorno sobresaturado de información.

En realidad, uno de los grandes desafíos a los que nos enfrentamos quienes defendemos la pluralidad de Internet consiste en diseñar estrategias para lograr que lo minoritario, lo extraño y lo diferente encuentren canales para ganar visibilidad. De lo que se trata es de conseguir que la diversidad aflore y se haga un sitio dentro del inmenso territorio en que se ha convertido Internet.

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Los futuros de la lectura

Pareja de lectores con dispositivos Kindle en la playa.

Lectores con sus Kindle en la playa. Fotografía de Gary Hayes.

En mi entrada anterior, reflexionaba sobre la posibilidad de que la generalización de las nuevas tecnologías supusiera el fin de la lectura, al menos tal como la entendemos en la actualidad. Intentaba ofrecer diversas hipótesis sobre un probable mundo futuro en el que los lectores terminarían por desaparecer. Eran unas reflexiones surgidas al hilo de un oscura sentencia leída, hace algún tiempo, en Twitter: “The future of reading is not reading”.

Me pregunto, sin embargo, ¿qué pasaría si quienes anuncian el fin de la lectura estuvieran equivocados? Quizá los agoreros no acertarán y el acto de leer continuará ocupando un lugar central en nuestra cultura. Y, si así fuera, ¿podemos imaginar de qué manera leeremos en los tiempos por venir?

Un buen número de tecnófilos piensa que las tecnologías digitales de comunicación están alumbrando una era dominada por el conocimiento abierto y libre (aunque no necesariamente gratuito). Según este punto de vista, en un futuro no muy lejano, la información circulará sin restricciones por las redes de información, de manera que estará al alcance de toda persona con una conexión a Internet. La conectividad inherente a la red contribuirá a la circulación permanente del conocimiento, que tendrá su sustento legal en las licencias libres y creative commons, pensadas, específicamente, para compartir los productos creativos.

La consolidación del conocimiento libre tendría importantes implicaciones para la lectura. Sería un paso importante para materializar el tan anhelado sueño de la universalización de saber. Gracias a Internet, la multitud tendría acceso a casi cualquier documento escrito imaginable. Pero no solo eso: cualquier usuario de la red tendría la posibilidad de reproducir, publicar compartir y, en muchos, casos, modificar y rehacer los textos a su disposición. En última instancia, todo lector sería susceptible de convertirse también en un editor y en un escritor. De hecho, ya es posible encontrar el germen de esta figura polimórfica en los usuarios de las redes sociales y, de una manera más elaborada, en los participantes de los distintos entornos colaborativos y wikis que han ido surgiendo al abrigo de la web.

En el extremo opuesto, podemos imaginar un futuro en el que la lectura estará condicionada por la instauración de una serie de rigurosos mecanismos de control de la información que circula por las redes digitales. En este mundo posible, los productos creativos estarán regulados por unas normas de propiedad intelectual aún más estrictas que las que conocemos ahora, al tiempo que los canales de distribución de conocimiento estarán sometidos a una vigilancia más sistemática, efectiva y rigurosa que la existente en la actualidad.

De esta forma, los lectores deberán acostumbrarse a vivir en un mundo en el que la compartición de la información estará rigurosamente castigada y en el que los libros y revistas que comprará estarán controlados por potentes DRM. Sus espacios de lectura estarán bien acotados –ya cobren la forma de tiendas virtuales como Amazon y Apple Store, de redes sociales o de repositorios institucionales de contenidos–, de manera que será posible ejercer un control más efectivo sobre sus hábitos de lectura, ya sea por razones políticas o comerciales.

Y, en los márgenes de este universo acotado y vigilado, se situarán los llamados “piratas” que, guiados por una gran diversidad de motivaciones, se encargarán de recordarnos que existe un mundo, con su lógica propia, en el que los contenidos circulan de una manera subrepticia, pero sin ataduras.

También sería posible concebir un futuro híbrido, en el que, una vez desechado el principio de neutralidad de la red, Internet se escindirá en dos, lo que traerá consigo dos tipos de lectores distintos. Tendremos, por un lado, a unos usuarios privilegiados de las redes digitales, capaces de pagar por un acceso sin restricciones a Internet y de disfrutar de todo tipo de contenidos. Por otro, nos encontraremos con unos usuarios obligados a conectarse a unas redes de menor calidad, es decir, más lentas, con menor ancho de banda y sin acceso a múltiples contenidos. A final de cuentas, unos y otros usuarios leerán de maneras distintas, pues la riqueza y la variedad de los materiales a los que podrán acceder serán muy diferentes.

Las hipótesis sobre el futuro de la lectura son diversas y, a lo largo de mis dos entradas dedicadas a este tema, me he limitado a enumerar unas cuantas. Quizá vosotros tengáis alguna más en la cabeza. De todos modos, es muy probable que la lectura por venir no siga un único camino. Tal como se encarga de recordarnos Joaquín Rodríguez en cada uno de los comentarios de su magnífico blog, tanto al libro como a la lectura les aguardan muchos futuros. Algunos se parecerán a los que hemos descrito en estas líneas y, muchos otros, seguramente no tanto.

En cualquier caso, el porvenir de la lectura no está necesariamente guiado por un proceso fatal. En realidad, las formas que esta asumirá en el futuro dependen en buena medida de nosotros.

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The future of reading is not reading

Esqueleto articulado sentado en una silla.

Esqueleto articulado en una silla, c. 1895-1905. Colección del Powerhouse Museum, Sidney.

Hace unas cuantas semanas pude en leer en Twitter una frase que me pareció intrigante. “The future of reading is not reading”, decía el tuit. Soy una persona a la que le gusta leer; además, ya hace años que vivo de hacer artefactos para que la gente lea. Por tanto, no puedo sacarme esa frase de la cabeza desde que la vi en la pantalla de mi móvil. ¿Cómo es posible que el futuro de la lectura no sea la lectura?

Podemos aventurar diferentes hipótesis.

Si asumimos una postura tecnocentrista, podemos considerar que el predominio de la imagen en nuestra cultura provocará que la palabra escrita quede desplazada como fuente de preservación y transmisión de conocimiento. La popularidad de los medios audiovisuales de comunicación, aunada a la aparición de herramientas digitales que permiten producir y distribuir fotos, vídeos y animaciones a bajo coste, está provocando que tendamos a aproximarnos a la realidad a través de productos multimedia. Y, de acuerdo con esta hipótesis, dicha tendencia se acentuará en el futuro. En tiempos venideros, aprenderemos, nos informaremos y nos divertiremos mediante soportes audiovisuales, de manera que la lectura se convertirá en una actividad anacrónica y residual. Desde esta perspectiva, la televisión, los videoclips de Internet y los videojuegos matarán a los libros, las revistas y la prensa escrita.

Existe una variante de esta hipótesis. Es la que afirma que la lectura acabará diluida en procesos de recepción del conocimiento más complejos. Es un hecho que las redes digitales de comunicación están modificando de una manera profunda la manera como accedemos a la palabra escrita. Gracias a los ordenadores y a los dispositivos móviles, la palabra escrita suele aparecer como un ingrediente más de un conjunto de elementos diversos. Cuando accedemos a los entornos digitales, solemos encontrarnos que los textos son los componentes de una red de relaciones que incluye también imágenes, sonidos, mapas e hipervínculos a otros recursos. De esta forma, la lectura reconcentrada, basada generalmente, en recorridos lineales, y que era propia de la era del papel, está cediendo su sitio a otras formas de recepción, probablemente menos atentas, en las que el texto escrito permanece en constante interacción con otros recursos comunicativos. Si asumimos esta postura, podemos suponer que la palabra tenderá a aparecer cada vez menos como un elemento independiente para convertirse en un componente más de collages –o mejor, dicho, mashups– complejos. Esto provocará que, a la larga, la lectura, al menos tal como la entendemos ahora, tienda a desaparecer.

También podemos adoptar una actitud neoludita y sostener que el fin de la lectura está asociada al ocaso del libro impreso. Según esta manera de pensar, el retroceso de la actividad lectora será una consecuencia de la economía de la abundancia propia de las redes digitales. En la época de los soportes impresos –caracterizada por la escasez–, era fácil que los lectores fijaran su atención en los textos relevantes. Editar resultaba caro y dificultoso, de manera que, por regla general, solo la gente que tenía autoridad en alguna materia tenía el privilegio de ver sus textos publicados. Esto, que podría parecer un inconveniente para muchos, representó para el neoludita una garantía de preservación de la cultura escrita. La escasez del libro impreso permitía que el lector pudiese orientarse dentro de un universo razonablemente abarcable. En cambio, ahora, tenemos a nuestro alcance una cantidad abrumadora de textos escritos. Podemos almacenar millares de ensayos y novelas en nuestros e-readers, de la misma manera que, navegando por Internet, podemos leer abundantes escritos sobre cualquier cosa que se nos pueda ocurrir. Son numerosos los neoluditas que afirman que esta abrumadora abundancia de textos nos impide concentrarnos en una verdadera lectura. Para ellos, este exceso de información –que, a menudo, nos impide a discernir entre lo bueno y lo malo– provoca que nos paseemos de un texto a otro sin profundizar verdaderamente en ninguno. Según este punto de vista, el exceso de material escrito provocará el declive de la lectura, al convertirla en un acto superficial.

Esta hipótesis también tiene una variante y es la que sostiene que el fin de la lectura será una consecuencia de la democratización de la edición. Como todos sabemos, la irrupción de Internet ha hecho posible que cualquier persona conectada a un terminal informático sea capaz de publicar escritos potencialmente accesibles a millones de personas. Las redes de comunicación han hecho de todo individuo un posible escritor (y un posible editor). Y, efectivamente, nuestra época se ha caracterizado por la explosión de la expresión escrita. La multitud utiliza blogs, redes sociales, sistemas de mensajería y foros para publicar y difundir una infinidad de textos. Si asumimos una actitud elitista, como lo hacen personajes tan distintos como Jaron Lanier o Zygmunt Bauman, podemos considerar que tal explosión de textos tiene un efecto empobrecedor sobre nuestra cultura. Ciertamente, las redes digitales están inundadas de escritos mal redactados, torpemente expresados, que tratan, a menudo, sobre temas absurdos e insustanciales. El predominio de este tipo de contenidos, entienden los detractores de la cultura de la red, ha de ser necesariamente perjudicial para los lectores. Al fin y al cabo, ¿qué sentido tendrá leer si todos los textos a nuestra disposición serán banales y estarán pobremente escritos? Dentro de esta lógica, el fin de la lectura será consecuencia de la trivialidad de la escritura en Internet.

Estas son solo cuatro hipótesis que intentan explicar el sentido de la frase “The future of reading is not reading”. Sin embargo, podríamos plantearnos las cosas de una manera bien distinta y preguntarnos si no es posible que, en realidad, la frase que ha inspirado el presente artículo esté equivocada.

¿Qué pasaría si, en realidad, el futuro de la lectura fuese la lectura? En todo caso, intentaré responder a esta pregunta en un futuro post.

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The Family Fang y el arte total(itarista)

Portada del libro The Family Fang.

Portada de The Family Fang, de Kevin Wilson.

Gracias a una breve reseña de Martí Manen publicada en a*desk Highlights, me animé a leer de The Family Fang, de Kevin Wilson, un libro perteneciente al cada vez más rico género de novelas dedicadas al arte, del que Iván de la Nuez ha dado buena cuenta. La obra narra con eficacia y sentido del humor las aventuras de Caleb y Camille Fang, una pareja de performers que adquieren cierta fama realizando acciones en espacios públicos, cuya finalidad es alterar el curso normal de las cosas. Los protagonistas de la novela son unos especialistas en crear situaciones absurdas que provocan incomodidad, sorpresa y desconcierto en la gente que, incidentalmente se ve involucrada en ellas sin ser siquiera consciente de participar en proyectos “artísticos”. En la estela de artistas como Valie Export y Peter Weibel, los Fang llevan a cabo acciones tan estrambóticas como lo son escenificar una declaración de amor pública durante un vuelo en avión u organizar su propia boda en repetidas ocasiones sin que los pastores que participaban en las sucesivas ceremonias supiesen que la pareja ya se había casado con anterioridad.

Kevin Wilson se vale de los Fang para ofrecernos una entretenida parodia de los creadores que, sobre todo a partir de la década de 1970, se han empeñado en disolver las barreras entre arte y vida, mediante una acciones que tienen lugar en el mundo “real”. El escritor estadounidense ofrece un retrato de los artistas contemporáneos que no es precisamente benévolo: los protagonistas de la narración son unos personajes algo patéticos, que se entretienen escenificando unas acciones más bien fútiles y carentes de sustancia, cuya justificación teórica es bastante dudosa. Los Fang son unos artistas de risa cuyo arte también lo es. Sin embargo, lo que resulta más llamativo de estos creadores ficticios es que no son demasiado distintos a muchos artistas verdaderos, que todos conocemos. Caleb y Camille, protagonistas de una ficción cómica, recuerdan tremendamente a algunos personajes cuyos nombres ocupan numerosas páginas de libros y revistas de arte contemporáneo.

Con todo, el rasgo más notable de los Fang es su pleno convencimiento de la superioridad de la creación artística respecto a cualquier otro ámbito de la vida. Guiados por la certeza de que el arte es el fin último que debe guiar su existencia, dejan que sus pretensiones artísticas determinen sus decisiones y sus actos. Ellos otorgan al arte una dimensión trascendente y lo sitúan, por tanto, más allá de cualquier consideración moral. Los Fang son capaces de hacer cualquier cosa en nombre de la creación artística sin mostrar el menor remordimiento por ello. Tanto es así que no tienen el menor escrúpulo a la hora de utilizar a sus hijos menores de edad como parte de sus perfomances y son incapaces de comprender que ellos puedan negarse a participar en sus proyectos delirantes.

En el fondo, los Fang aparecen como una metáfora de un manera de entender el arte que ha gozado de una gran influencia desde los inicios de la modernidad. Se trata de una visión de la creación –que ya se detecta en el romanticismo y que ha llegado hasta nosotros a través de las sucesivas vanguardias– según la cual el arte ocupa un lugar central como motor de la emancipación humana. Desde esta perspectiva, la producción artística goza de un estatus especial que le permite justificar todos sus excesos y arbitrariedades. En la medida en que ocupa una posición de superioridad frente a cualquier otro ámbito de la vida, el arte no debe rendir cuentas ante nadie si no es ante sí mismo.

Los Fang encarnan a un tipo de artista que, debido a su (supuesto) carácter extraordinario, está liberado de toda responsabilidad moral: puede actuar con impunidad porque en el arte encuentra su coartada y su justificación. Es un creador que se siente legitimado para cometer cualquier exceso porque lo hace en nombre de la producción artística. Caleb y Camille Fang representan a ese tipo de artista que aún sueña con estetizar por completo nuestra realidad. Es el heredero tardío de las ambiciones totalizadoras de movimientos como el funcionalismo o De Stjl, que aspiraron a edificar un mundo dominado por la estética maquinal y la razón abstracta, o como el surrealismo, que soñó con imponer un universo dominado por los delirios paranoicos y las pulsiones inconscientes. Como muchos exponentes de las vanguardias históricas, el artista que encarnan los Fang posee una visión totalitarista del quehacer artístico porque entiende que este puede determinar cualquier aspecto de la existencia.

Caleb y Camille Fang representan a un tipo de creador que es en sí anacrónico. Su idea del arte como misión los sitúa en un tiempo que no es el nuestro. Por eso, su comportamiento nos parece cómico y patético. Ahora bien, en la manera de actuar de los Fang podemos detectar numerosos los tics de los que hacen gala muchos creadores actuales. Y es que, después de todo, la novela de Kevin Wilson puede entenderse como una burla a gran parte del arte contemporáneo, que le cuesta entender que su amoralidad y su maximalismo no son más que una prueba de que ya pertenece a otro tiempo.

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La trampa del crowdfunding

Antes que nada, quisiera aclarar una cosa: el micromecenazgo (o crowdfunding) me parece una buena idea. La posibilidad de utilizar las redes digitales para financiar proyectos mediante la suma de las pequeñas aportaciones de una infinidad de personas puede ser de gran utilidad para múltiples iniciativas culturales. Puede ser una buena manera de conseguir dinero para proyectos que, pese a su interés, no consiguen financiarse mediante los cauces tradicionales. Potencialmente, el crowdfunding puede otorgar un mayor margen de libertad a los creadores, en la medida en que les otorga una mayor independencia frente a instituciones y empresas. Por este motivo, creo que iniciativas como Goteo son encomiables.

Sin embargo, no puedo dejar de sentir cierta incomodidad ante el entusiasmo que el crowdfunding despierta entre los sectores más tecnocentristas del mundo cultural. Me inquieta escuchar cada vez más voces que encuentran en las distintas formas de micromecenazgo una solución al desmantelamiento del tejido cultural como consecuencia de las políticas emprendidas por distintas administraciones públicas en nuestro país recientemente. Parece como si la financiación multitudinaria representase una verdadera alternativa a la situación de abandono por parte de los poderes públicos que sufre la cultura en estos momentos.

En realidad, el entusiasmo –a veces ingenuo– que despierta el crowdfunding no difiere demasiado de la atracción que ejerce el mecenazgo o el patrocinio privado en ciertos sectores del mundo de la cultura. En ambos casos, nos encontramos con una voluntad más o menos consciente de fortalecer la privatización de la cultura. Se trata de aumentar la participación del capital privado en la creación, en unos momentos en los que las políticas públicas de promoción cultural está en franco retroceso. Después de todo, no deja de resultar llamativo que la incentivación de mecanismos financiación privada para los proyectos creativos –ya sea mediante el patrocinio de empresas privadas y grandes fortunas o de las aportaciones de las multitudes conectadas en red– corra de forma paralela a la destrucción de las redes públicas de producción y difusión de la cultura.

La defensa de las distintas formas de mecenazgo ha tenido su caldo de cultivo en los discursos que cargan contra la intervención del poder público en los distintos ámbitos de la sociedad. Si se reclama una privatización de la cultura, implícitamente se está reconociendo que el Estado es incapaz de velar por la promoción y la difusión de los proyectos creativos.

Es innegable que, no pocas veces, las relaciones entre los creadores y las administración han estado marcadas por el corporativismo. Tampoco se puede negar que el Estado a menudo ha procurado instrumentalizar la cultura. Sin embargo, dejar la financiación de la cultura en manos privadas entraña no menos peligros. El más evidente de ellos es la pérdida de la diversidad creativa. Los patrocinadores privados tienden a financiar los proyectos que les pueden ofrecer una mayor rentabilidad, ya sea económica o en términos de imagen. Está claro que los proyectos más críticos o más minoritarios –los cuales, en ocasiones, son también los más arriesgados– tendrían cada vez más dificultades para financiarse en un sistema en el que el dinero brillara por su ausencia. Con todos sus defectos, las instituciones públicas de nuestro país lograron que, en los últimos años, imperara una cierta pluralidad de propuestas y de enfoques en el sistema creativo local. Y me parece muy dudoso que dicha diversidad se pudiese preservar en una realidad completamente dominada por la financiación privada.

Aquí es posible argüir que el crowdfunding podría servir de contrapeso al poder de los grandes patrocinadores corporativos: la financiación de la multitud puede ayudar a que los proyectos olvidados por las grandes empresas logren salir adelante. Y, hay algo de verdad en esta afirmación: la red ahora hace posible que un público diseminado por distintas partes del mundo muestre interés por iniciativas modestas y se anime a promocionarlas.

Sin embargo, eso no impide que proyectos dignos de interés, pero incapaces de atraer la atención de la multitud, pasen desapercibidos. A veces una buena labor de mercadotecnia dentro de las redes sociales puede ser más útil que la calidad intrínseca para garantizar el éxito de un proyecto. Que una propuesta llame la atención en el universo digital no es una garantía de que sea de verdad interesante. La necesidad de atraer la atención en Internet puede provocar que los creadores terminen optando por elaborar unas obras espectaculares pero superficiales. La viralidad que hace posible el éxito mayoría de los proyectos financiados mediante el crowdfunding puede resultar una barrera para otros no menos buenos.

El crowdfunding puede ser una buena alternativa para financiar proyectos creativos, pero no puede otorgársele un lugar central en la economía de la creación. Tienen razón quienes ven en el micromecenazgo masivo una herramienta útil para sacar adelante muchas de las propuestas que se encuentran en la “larga cola” de la creación. Sin embargo, depositar unas expectativas desmesuradas alrededor suyo puede contribuir a erosionar la diversidad que pretende promover.

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