
Mapa de Columbus, Ohio, y sus alrededores, 1902. Fotografía del Map and Geographic Information Center (MAGIC), University of Connecticut Libraries.
Durante años, los mapas cayeron en el olvido. El desinterés por la geografía –que corría en paralelo a la indiferencia hacia la otredad– dio como resultado que casi nadie se entretuviese contemplándolos y, mucho menos, aprendiendo de ellos. Consultar la cartografía se consideraba una actividad inútil, cuando no francamente tediosa. Este hecho provocó que la mayoría de la gente fuese incapaz de situar en un mapa no ya ciudades como Luanda o Astaná sino incluso países como Costa Rica o Letonia. En el fondo, poco importaba que el mundo situado más allá de los límites de nuestra provincia fuese algo así como una realidad amorfa e inconsistente. Lo único que tenía valor era lo que estaba más próximo a nosotros y, para conocerlo, no era necesario recurrir a los mapas.
Las cosas cambiaron por completo en 2005, con la aparición de Google Maps, el servicio cartográfico en línea de Google. Maravillados por aquella portentosa aplicación que permitía emular la fría visión satelital para escrutar los más variados rincones del planeta, los usuarios redescubrieron el placer de explorar el territorio mediante los mapas.
Sin embargo, es la posibilidad de georreferenciar información sobre distintos puntos de las representaciones cartográficas lo que verdaderamente ha otorgado popularidad a Google Maps. Curiosamente, la idea original de vincular datos a coordenadas concretas del mapa no se la debemos a los ingenieros de Google, sino a Paul Rademacher, de quien ya hemos hablado en otra entrada de este mismo blog. Este desarrollador tuvo la feliz idea de combinar, en un mashup, las listas de anuncios clasificados de Craiglist con las cartografías de la recién estrenada aplicación de Google, para crear Housingmaps.com, un sitio con información georrerefenciada de bienes raíces en Estados Unidos. El éxito de este sitio animó a los responsables del gigante estadounidense a poner un API a disposición de los programadores que desearan integrar Google Maps en su sitios, lo que permitió el desarrollo de una infinidad de aplicaciones derivadas.
De esta manera, se inició la fiebre por vincular información de todo tipo a las cartografías digitales de Google. Repentinamente, el mapa se convirtió en uno de los sitios preferidos a la hora de buscar puntos de referencia para organizar nuestros datos digitales. No resulta extraño que esto haya sucedido: después de todo, la visualidad de la cartografía resulta más atractiva que la palabra escrita –normalmente organizada en áridos listados– como instrumento para dar orden y sentido a los materiales visuales, textuales y multimedia generados cotidianamente. Los mapas digitales, con su precisión y su detallismo sobrecogedores, se tornaron el soporte desde el que se vinculaba todo tipo de información: direcciones de negocios, fotografías de viajeros, descripciones de sitios célebres, representaciones en realidad aumentada de monumentos públicos e, incluso, detalles biográficos sobre la vida de infinidad de personas. La popularización de dispositivos móviles como las tabletas y los smartphones –con su capacidad para georreferenciar de forma automática la información generada por los usuarios– no hizo más que acentuar esta tendencia.
Así, el espacio virtual de Google Maps se ha convertido en un fabuloso tablero digital en el que se organiza un enorme cúmulo de datos generados por millones de colaboradores, gran parte de ellos voluntarios. En este archivo portentoso, ya no buscamos la información en estanterías, listados o carpetas, sino que nos desplazamos de norte a sur y de este a oeste por el mapamundi hasta localizar el punto de nuestro interés. Precisamente, en torno al punto geográfico elegido encontraremos todas las capas de información (formadas por imágenes, textos y audios, entre otras cosas) que los usuarios han ido agregando. La forma en que Google Maps organiza el conocimiento resulta novedosa en la medida en que convierte la representación virtual del territorio en la lanzadera que nos redirige a una gran diversidad de información. Gracias a la georreferenciación, el espacio geográfico simulado se convierte en la puerta de acceso a una infinidad de contenidos alojados en Internet. El mapa adquiere la forma de una especie de índice visual que permite que el usuario se oriente y pueda localizar distintos archivos de información.
Los sistemas de georreferenciación del tipo de Google Maps han renovado el interés por las representaciones cartográficas y han devuelto el protagonismo al espacio geográfico. Este fenómeno es paralelo a la creciente desatención padecida por la historia, de la que, desde hace tiempo, nos han puesto sobre aviso las teorías posmodernas. Nuestra sociedad observa fascinada el espacio geográfico a través de la cartografía digital, mientras se despreocupa por el tiempo histórico, que tiende a aplanarse y a confundirse en un magma indiferenciado. La voluntad por ordenar la realidad mediante sofisticadas simulaciones espaciales contrasta con el desinterés por dar sentido a la sucesión temporal de los acontecimientos. Mientras intentamos representar el espacio de forma minuciosa, renunciamos a dar coherencia a la historia: para nosotros, los sucesos que tuvieron lugar hace dos días parecen tener el mismo estatus que los acontecidos hace décadas o siglos. Es el triunfo de la dimensión espacial sobre la temporal: en el fondo, ya no nos interesa el pasado porque la realidad se resume en el aquí y ahora del mapa.
Google Maps ha contribuido a acentuar una de las principales características de la sociedad hiperconectada: la preeminencia del simulacro por encima de la realidad. La obsesión por la georreferenciación tiene mucho que ver con la tendencia, cada vez más acusada, a pensar que solo existe aquello que es visible en Internet. Nos afanamos por dejar nuestras huellas en Google Maps porque, de otra forma, corremos el peligro de que nuestra existencia quede en entredicho. Al fin y al cabo, en una época en la que nuestras visiones del mundo están mediatizadas por las distintas capas de información que fluyen por las redes digitales, la realidad aumentada que experimentamos mediante las interfaces electrónicas parece tener más entidad que los estímulos percibidos por nuestros sentidos. Google Maps no es otra cosa que una representación abstracta del mundo. Sin embargo, en muchos aspectos, parece haber adquirido más sex-appeal que el universo que percibimos sin mediaciones. En la época de Internet, el mapa no es el territorio, pero, a menudo, lo desborda.
Querido Eduardo, fíjate que la estrategia y desarrollo de Google Maps y sus derivados no hace más que llevar más lejos aquella crítica de los situacionistas a la «Obra Magna de los planificadores: la constitución de un espacio sin sorpresas en que el mapa lo sería todo y el territorio nada, puesto que estaría completamente escamoteado y quedaría sin valor». De hecho, no encontramos con un mapeado hipersaturado y sin densidad sobre un territorio vaciado de contenido y vivencia. Quizás es esta otro síntoma de la disolución del sistema que pretende empequeñecer nuestro espacio-tiempo para así dominarlos.
Estimado Toni: Tu comentario no puede ser más atinado. En el fondo, las aplicaciones del tipo de Google Maps responden a una estrategia sistemática de control sobre el territorio y sobre todo lo que sucede en él. Esta estrategia se lleva a cabo “desde el aire”, mediante los satélites que cartografían con gran minuciosidad la superficie terrestre, pero también “desde abajo”, utilizando técnicas que buscan documentar no solo lo visible sino también lo invisible: en este sentido, resulta significativo que los vehículos utilizados por Google para tomar las fotografías de su proyecto Street View dispusiesen de aparatos para escanear las redes de Internet inalámbricas de los usuarios que vivían en las calles retratadas. Por supuesto, la multitud también contribuye a esta labor de cartografiado intensivo mediante la georreferenciación de información. En cierta manera, las tareas de control del espacio se “externalizan”. Ya no son las corporaciones y los gobiernos los únicos encargados de diseccionar el territorio: ahora esta labor también recae en los propios ciudadanos, quienes, de una manera más o menos consciente, contribuyen a la constitución de ese espacio “sin sorpresas” del que hablaban los situacionistas.
Hola Eduard, interessant article,
una ràpida precisió, però. Em sembla que s’ha d’actualitzar el discurs. Situacionistes, Focucault? Per què no anem deu anys més endarrera i parlem de…. Mounier, Karl Jaspers? Husserl? Millor que no, oi? No crec tampoc que Spinoza (Negri, Deleuze) pugui aportar gaire llum. Recomano Tim Jackson, George Monbiot (Heat), i parlar una mica més de pensament tecnocientífic (pel qual, ai, ens manca formació! però hem de fer l’esforç si no volem caure una i alra vegada en un discurs jesuític post (?) teològic) , i menys de sociòlegs.
Una abraçada i fins molt aviat.
felicitats pel blog, el llegeixo i el recomanaré!!!
Estimat Albiol,
Gràcies pels elogis i per les… recomanacions. Procuraré aplicar-me més!
Una abraçada.