Los efectos perversos del crowdsourcing

Es verdad que las tecnologías p2p tienden a disolver las fronteras entre lo amateur y lo profesional y eso está creando poderosos mecanismos de apropiación corporativa del trabajo voluntario y, como consecuencia, de precarización creciente del trabajo cognitivo.

Antonio LafuenteIntroducción a El Potlatch digital.

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Potlatch 2.0: el valor de la generosidad en Internet

¿Por qué la gente está tan dispuesta a colaborar y compartir en Internet? Esa es una pregunta que se hacen constantemente los estudiosos de las culturas digitales. Las hipótesis aventuradas para responderla son variadas y van desde el afán de notoriedad hasta el altruismo, pasando por la coerción social, la buena fe y el pragmatismo. Sin embargo, es probable que todas estas razones solo expliquen de forma parcial el complejo mosaico de motivaciones que llevan a los individuos a compartir esfuerzos y conocimientos en las redes digitales.

En su libro El potlatch digital. Wikipedia y el triunfo del procomún y el conocimiento compartido, Felipe Ortega y Joaquín Rodríguez ofrecen una interesante explicación al fenómeno de la generosidad en Internet. Según estos autores, la actitud magnánima de que hacen gala muchos usuarios de la red está emparentada con el potlatch, el conjunto de prácticas de gasto ritual realizadas por diversos pueblos de las costas del Pacifíco de América del Norte hasta principios del siglo XX.

Como sabemos, sobre todo por las investigaciones de Franz Boas, el potlatch era una ceremonia practicada por grupos como los kwakiutl, que tenía su punto culminante en la entrega de regalos del anfitrión a sus invitados. La particularidad de esta ceremonia radicaba en el hecho de que la magnanimidad del anfitrión era tan acentuada, que terminaba por convertirse en un verdadero derroche: el valor y la cuantía de los presentes ofrecidos a los invitados eran tan grandes que acababan arrastrando al autor de las dádivas a la pobreza. El potlatch era una ceremonia de ostentación, en la que el anfitrión hacía gala tanto de su riqueza como de su generosidad, pero también era un ritual de desprendimiento que traía consigo la miseria del benefactor.

Sin embargo, la generosidad extrema no carecía de contrapartidas, pues otorgaba al anfitrión un enorme prestigio social entre los miembros de su grupo. Su magnanimidad le valía el reconocimiento de los suyos y le otorgaba el respeto necesario para convertirse en cabeza y jefe de su comunidad. Así pues, el anfitrión sacrificaba capital económico pero ganaba capital simbólico, que le abría la posibilidad de ejercer el poder efectivo sobre su pueblo.

Según Ortega y Rodríguez, algunas comunidades digitales y, en concreto, las organizadas alrededor de la Wikipedia han adoptado prácticas que no difieren demasiado de las de los pueblos del Pacífico norteamericano. Para estos autores, el empeño puesto por los wikipedistas en la redacción, la edición y el mantenimiento de la enciclopedia colaborativa –aparentemente motivado por una actitud altruista– nace, en realidad, de la voluntad de acaparar capital simbólico. Los colaboradores de la Wikipedia ofrecen su trabajo, sus conocimientos y sus habilidades a la comunidad no ya con la intención de obtener un beneficio económico, sino esperando verse recompensados con el reconocimiento de los miembros de su comunidad, expresado mediante la entrega de emblemas y barnstars o mediante la promoción a los cargos de bibliotecario o burócrata.

De forma similar, la lógica del potlatch puede aplicarse a otras comunidades, como la de los blogueros. El esfuerzo del autor que, en muchas ocasiones, mantiene su bitácoras sin recibir, de entrada, una compensación monetaria por su trabajo, se ve premiado, si las cosas le van bien, por la visibilidad de su producción. Muy a menudo, el bloguero no cobra, pero ve cómo los números del contador de vistas de su blog van ascendiendo, al tiempo que sus entradas son comentadas y difundidas viralmente en las redes sociales. En muchas ocasiones, un blog no reporta dinero, pero permite acumular capital simbólico mediante la visibilidad y la exposición pública, las cuales derivan en lo que de forma vaga se conoce en los entornos digitales con el nombre de “reputación”.

Y, de hecho, la sociedad hiperconectada ha creado herramientas legales para favorecer la lógica de la visibilidad, propia del potlatch digital. Entre las más significativas, se encuentran las licencias libres y creative commons, cuya función consiste en facilitar la difusión de las creaciones en Internet garantizando el reconocimiento de sus autores. Tal como afirman Felipe Ortega y Joaquín Rodríguez:

[…] si el prestigio, según la lógica de la práctica del potlatch digital, proviene de la exposición pública y el incremento consiguiente de la visibilidad, de las eventuales evaluaciones positivas que el contenido del trabajo realizado pueda obtener, es necesario un tipo de licencia que no obstruya o dificulte el acceso al contenido editado, sino un tipo de salvoconducto que fundamente sólidamente su libre circulación.

En ocasiones, el capital simbólico puede transformarse en capital monetario. Los jefes de los pueblos de las costas del Pacífico norteamericano podían recuperar la fortuna dilapidada en el potlatch gracias a su posición de liderazgo dentro de su grupo o clan. De la misma manera, los miembros de muchas comunidades digitales –aunque, significativamente, no los de la Wikipedia– pueden obtener, en ocasiones, beneficios económicos de su visibilidad digital. La publicidad, los encargos de textos remunerados y otras actividades paralelas –fuentes de ingresos legítimos, pues, al fin y la cabo, la economía del intercambio digital y la economía mercantil no son necesariamente excluyentes– son algunos de los recursos utilizados por los creadores en Internet para obtener beneficio económico de su capital simbólico.

Seguramente, una de las asignaturas pendientes de las redes digitales consiste en lograr un equilibrio entre la acumulación de capital simbólico y la remuneración económica. Es necesario crear mecanismos para que los individuos y colectivos que derrochan esfuerzos y conocimientos en el potlatch digital obtengan recompensas que vayan más allá de la visibilidad y la reputación. Se trata de un paso fundamental para garantizar la pervivencia de la innovación y la creatividad en las redes digitales de comunicación.

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Mòbil-U o el centro de arte como plataforma publicitaria

Tengo que reconocer que, antes de visitar Mòbil-U. Connectivitat, societat, creativitat, ya me había hecho una idea de lo que iba a ver en las salas del Arts Santa Mònica. La desconcertante trayectoria del centro barcelonés, el perfil de Caroline Ragot –la curadora de la exposición– e, incluso, la manifiesta ñoñería del logotipo de la muestra me hacían suponer que me encontraría con un proyecto más bien plano e insustancial.

Una vez en Arts Santa Mònica, pude constatar que mis prejuicios no carecían de fundamento. Mòbil-U no es otra cosa que un ejercicio de exaltación publicitaria de las tecnologías móviles. Estructurada a partir del supuesto seguimiento de las actividades de tres personajes –una adolescente, un publicista y un invidente– a lo largo del día, la exposición es una sucesión de aplicaciones interactivas y paneles informativos que pretenden convencernos de las bondades de los smartphones, las apps y, en general, de las tecnologías móviles.

El mundo feliz de Mòbil-U está formado por adolescentes despreocupados que se intercambian crípticos mensajes y se relacionan con sus colegas mediante el WhatsApp y las redes sociales, por discapacitados dichosos que encuentran en los dispositivos técnicos una extensión natural de sus órganos, por profesionales productivos que aumentan su eficiencia gracias al cloud-computing y, en fin, por consumidores satisfechos que se entretienen jugando todo el día a los Angry Birds o consultando la prensa de siempre mediante su iPad. En este mundo feliz, de marcado carácter tecnocentrista, la iniciativa empresarial se convierte en el motor de una realidad marcada por el progreso irreversible, en la que las contradicciones y las fisuras sociales tienden a disolverse.

Es un mundo en el que, como la exposición nos muestra, también cabe cierta disensión, siempre y cuando esta cobre la forma de un espectáculo lejano y abstracto, que no modifique para nada el orden vigente.

En cambio, Mòbil-U pasa por alto los aspectos menos cómodos y más controvertidos de la generalización de las tecnologías móviles. No explica, por ejemplo, que la apropiación de un recurso natural, como lo son las ondas electromagnéticas, se ha convertido en un negocio multimillonario para grandes grupos empresariales. Tampoco nos alerta sobre las consecuencias que la extensión de las redes de comunicación está teniendo sobre la privacidad de las personas ni hace referencia a los abusos cometidos por diversas compañías en el manejo de información privada. Por supuesto, nada nos dice acerca de la utilización de la telefonía móvil como instrumento de vigilancia y control al servicio de corporaciones y Estados. En la utopía de Mòbil-U, la cara más áspera de las tecnologías de la información simplemente es obviada.

Quizá el único momento en que Móbil-U me sorprendió fue en su sala final, donde se pretende ofrecer una reflexión sobre el futuro de la telefonía móvil. En dicho espacio, aparece un texto que hace referencia a Chris Anderson quien, en un célebre artículo publicado en Wired, pronosticaba una nueva época en Internet marcada por el ocaso de la web y el predominio de las apps. El texto llevaba el significativo título de la “La web ha muerto. Viva Internet”.

Que Mòbil-U concluya su exposición reivindicando el artículo de Anderson tiene miga. Sobre todo, cuando muchos expertos, entre los que se encuentra Jakob Nielsen, afirman que, en el futuro, será la web –y no las apps– el medio más eficaz para acceder a Internet desde los dispositivos móviles. Justo lo contrario de lo que afirma el editor jefe de Wired. Las razones por las que es previsible el predominio de la web son diversas y solo mencionaré brevemente dos: por un lado, se encuentran los costes y dificultades que supone la realización de apps para una diversidad de plataformas distintas, como lo son Android, iOS y Windows Phone. Por otro, está el desarrollo del HTML5, que permite que los sitios web puedan ofrecer experiencias de usuario similares a las de las apps.

En realidad, la reivindicación del texto Chris Anderson esta más motivada por razones ideológicas que por cuestiones puramente técnicas. Responde más a un deseo que, probablemente, a una realidad. Y aquí es donde se pone de manifiesto el aspecto más perverso de la exposición de Arts Santa Mònica. En realidad, Mòbil-U representa un capítulo más del esfuerzo emprendido por algunas corporaciones por promover un Internet cerrado y privativo capaz de oponerse a la apertura y la universalidad de la web.

En efecto, Tim Berners-Lee concibió la World Wide Web, como un sistema abierto, en el que la información pudiese distribuirse y compartirse universalmente. Precisamente, una de la grandes virtudes de la web, con su vasto entramado de hiperenlaces, es su capacidad para favorecer la colaboración y el acceso al conocimiento mediante unos estándares libres y compartidos. Está claro que el carácter público y abierto de la web representa un incordio para determinadas corporaciones, que desconfían de su imprevisibilidad y que tienen dificultades para crear proyectos empresariales alrededor suyo.

La exaltación de las apps tiene mucho que ver con la voluntad de vallar Internet. Está relacionada con el interés por crear entornos cerrados y de pago, en los que las empresas puedan mantener cautivos a sus consumidores. Como el propio Chris Anderson reconoce sin pudor, las apps ofrecen la posibilidad de consolidar una Internet privativa, cerrada y comercial frente a la alternativa pública, abierta y ciudadana que la web representa.

Con U-Móbil, el Arts Santa Mònica se convierte en un aparador para promover la Internet de las empresas frente a la Internet de los ciudadanos. Llegados a este punto, cabría preguntarnos: ¿son los centros de arte públicos los sitios más adecuados para presentar este tipo de propuestas? ¿No deberían privilegiar la educación, la reflexión crítica y el debate, antes de convertirse en el vehículo de campañas de marketing corporativo? Llevamos años escuchando discursos que defienden una menor intervención de las instituciones públicas en los asuntos culturales. También llevamos mucho tiempo oyendo voces que sostienen que la cultura solo merece promoverse si es capaz de ofrecer una rentabilidad económica. En este sentido, la exposición de Arts Santa Mònica aparece como un magnífico ejemplo de esta nueva orientación de la cultura sometida al interés privado. Quizá U-Mòbil resulte emblemática en la medida en que representa una avanzadilla de los proyectos culturales que nos esperan: unos proyectos subordinados a finalidades comerciales, en los que la capacidad de generar la reflexión crítica y el debate público termina siendo escamoteada a los ciudadanos.

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El espectáculo y su reverso

El centro de gravedad de la nueva teoría crítica es el espectáculo: la construcción financiera, tecnológica y lingüística de una segunda realidad total y la gasificación de la existencia humana en su medio. Pero existe otro centro de gravedad, o más bien la otra cara de esta realidad hiperreal de los performances político-electrónicos: el expolio terminal de recursos naturales, la destrucción industrial de la biosfera, las catástrofes ecológicas y el genocidio de millones de humanos que su expansión genera.

Eduardo Subirats, La experiencia sitiada, 2006.

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Las paradojas del nuevo ludismo

Leo en el estupendo blog de Iván de la Nuez, una sugerente aproximación al neoludismo. En su entrada, el escritor cubano nos ofrece algunas pinceladas que permiten perfilar la aversión contemporánea a las máquinas. Con agudeza, rastrea distintas prácticas y actitudes que, en su conjunto, nos alertan acerca de la existencia de una nueva clase de ludismo cuya ira se dirige no ya contra los obsolescentes ingenios de la era industrial sino contra las sublimes tecnologías sobre las que se sustenta la sociedad hiperconectada.

Siguiendo a De la Nuez, podemos detectar los rasgos de una nueva actitud ludita en manifestaciones sociales tan distintas como la reivindicación de la tactilidad y el trabajo artesanal, el gusto por la sexualidad carnal, el elogio de la lentitud, la nostalgia por el disco de vinilo y la aflicción ante la inminente desaparición del libro en papel. Pero no solo eso: el neoludismo se expresa en el corazón mismo del mundo digital como ponen en evidencia las diatribas de algunos desarrolladores venerables, como Jaron Lanier, contra los proyectos colaborativos de las multitudes conectadas en red o la sistemática labor de destrucción del sentido emprendida por los trolls que encuentran su razón de ser en Internet.

Así, los nuevos luditas oponen la sensualidad de la materia a la abstracción del código, el pálpito de la piel a la asepsia del sexo virtual, el recatado disfrute del reposo al ritmo frenético de los impulsos eléctricos y la tozuda objetualidad de lo analógico a la evanescencia de lo digital. Esgrimen el individualismo exacerbado contra el colectivismo del “maoísmo digital” y el delirio permanente contra la racionalidad del saber tecnocientífico. Algunos sueñan con una vida desconectada; otros, con una manera distinta de estar conectados.

Pero, como bien nos indica Iván de la Nuez, la rabia de los neoluditas no se dirige específicamente contra los dispositivos técnicos sino contra el sistema que les da sentido. Su revuelta es el signo del malestar contra un poder abstracto que se encarna en un Estado tecnocrático insensible a los problemas de sus ciudadanos, en un capital cuyos flujos especultativos son capaces de devastar países enteros y en un bucle producción-consumo capaz de satisfacer nuestros anhelos más inmediatos, pero insostenible a largo plazo. El nuevo ludismo funciona como un ejercicio metonímico: descarga su ira contra la sofisticación de las nuevas tecnologías porque ve en ellas el signo de la impenetrabilidad y la sinrazón de las tecnocracias hipermodernas. En el fondo, el odio contra las máquinas digitales es una expresión de la ira contra las nuevas formas de sometimiento.

De esta manera, el neoludismo es el síntoma de una nueva rebelión de la sociedad contra las fuerzas que buscan someterla. Apunta De la Nuez:

Acaso el nuevo ludismo represente la militancia de una sociedad líquida (descrita por Bauman) contra un poder sólido. Y si desde Karl Marx hasta Marshall Berman, “todo lo sólido se desvanecía en el aire”, hoy podemos decir que todo lo sólido parece disolverse en la Red. Incluidos nosotros mismos; expuestos como estamos a cerrar el círculo suicida que caracteriza también, no lo olvidemos, a cualquier ludismo que se precie.

Según el escritor cubano, la sociedad líquida se revuelve contra el poder sólido. Pero, ¿y si las cosas fueran al revés? ¿Y si el neoludismo fuera una reacción desesperada y terminal de una sociedad sólida que constata afligida cómo la realidad se funde ante sus ojos? Quizá la actitud de los nuevos luditas revele el temor ante el hundimiento de un mundo en el que existían puntos de referencia, cierta seguridad y algunas certezas. Al fin y al cabo, la modernidad había otorgado al sujeto –cuando menos, al sujeto occidental– un relato, una misión y una posición hegemónica frente al otro. En nuestra época, hemos asistido a la pulverización de todo ello. Es probable que la aversión a los nuevos ingenios tecnológicos sea consecuencia del vértigo que nos produce el adentrarnos en una realidad dominada por la incertidumbre absoluta y el riesgo permanente.

En última instancia, el neoludismo pone en evidencia el carácter paradójico del comportamiento de la multitud, el cual encierra una doble actitud conservadora y rupturista. Conservadora, porque denota la voluntad de preservar los viejos privilegios. Rupturista, porque pone de manifiesto el afán de liberarse del denso entramado de estrategias de poder que prolongan su sometimiento.

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El valor de la difusión en la sociedad hiperconectada

La denominada cultura libre no es […] como Lessig dejó hace ya tiempo escrito, la apropiación ilícita de lo que ha sido protegido por las leyes de propiedad intelectual sino, en todo caso, la puesta a disposición de un contenido determinado bajo las condiciones establecidas en un tipo concreto de licencia gracias a un acto soberano de la voluntad del autor. La liberación de los contenidos, bajo una de las muchas modalidades que los nuevos tipos de licencias establecen, cobra todo su sentido en una lógica económica en la que la difusión y la visibilidad incrementan el valor de lo expuesto y, en consecuencia, el crédito de quien lo ha puesto voluntariamente en circulación.

Felipe Ortega y Joaquín Rodríguez, El potlatch digital, 2011.

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Pantalla global: ¿un proyecto abierto?

Pantalla con imágenes del documental The Greatest Movie Ever Sold de Morgan Spurlock durante un vuelo de la compañía Emirates entre Dubai y Londres, el 13 de agosto de 2011. Fotografía de Balazs Gardi.

Pantalla con imágenes del documental The Greatest Movie Ever Sold, de Morgan Spurlock, durante un vuelo de la compañía Emirates entre Dubai y Londres, el 13 de agosto de 2011. Fotografía de Balazs Gardi.

Ciertamente, la exposición Pantalla global, presentada en el Centre de Cultura Contemporània de Barcelona (CCCB) desde el 24 de enero, es digna de visitarse. Basada en el libro homónimo de Gilles Lipotevski y Jean Serroy –curadores de la muestra junto con Andrés Hispano–, nos adentra en uno de los fenómenos más significativos de nuestra cultura: la omnipresencia de la pantalla como instrumento para reproducir y manipular la realidad visible. Mediante una sucesión de instalaciones audiovisuales, la exposición nos sitúa ante la evidencia de que, en virtud la generalización de instrumentos técnicos basados en superficies para mostrar imágenes –desde el cinematógrafo hasta el teléfono móvil, pasando por los televisores, los radares y los ordenadores, entre otros– nuestra forma de aproximarnos al entorno tiende a estar cada vez más mediatizada. Y, tal como se nos recuerda hasta la saciedad, la mediatización del universo ha llegado a ser tan vasta y profunda que las simulaciones mostradas en las pantallas llegan a poseer, muchas veces, más entidad que la realidad observada directamente con nuestros ojos.

Pantalla global es un gran collage de imágenes que ejercen una fascinación inmediata sobre el espectador y que, en sus mejores momentos, lo incitan a la reflexión. Eso sí, a veces, la espectacularidad y el virtuosismo de las instalaciones audiovisuales encubren una cierta superficialidad. Además, los curadores parecen olvidar que la pantalla no solo es el vehículo de las imágenes visuales sino que lo es también y, cada vez más, del texto escrito, tal como demuestran los innumerables SMS y correos electrónicos que recibimos en todo momento en nuestros móviles, y los inefables procesadores de texto que utilizamos cada día en nuestros ordenadores. Sin embargo, ni una ni otra cosa impiden que Pantalla global, gestada aún en la época de Josep Ramoneda como director del CCCB, pueda considerarse una buena exposición. Ojalá que me equivoque, pero me parece difícil que volvamos a ver proyectos de este calibre en el centro barcelonés.

Ahora bien, Pantalla global no ha sido concebida exclusivamente como una exposición convencional. En realidad, es una propuesta que se prolonga en Internet con la intención de favorecer la colaboración del público. En palabras de sus organizadores, Pantalla global es un “proyecto abierto, evolutivo y compartido” y un “experimento de creación y cocreación”. Todo esto es muy loable. Lástima que los hechos no siempre concuerden con las intenciones. En teoría, Pantalla global defiende la cocreación y el conocimiento compartido, pero en la práctica, no ofrece las condiciones para fomentarlos. Y es, precisamente, la disparidad entre lo que se dice y lo que efectivamente se hace donde, de verdad, se encuentra el punto débil del proyecto.

Pantalla Global cuenta con una plataforma en la web que, en cierto modo, es el contrapunto virtual a la exposición física del CCCB. Dicha plataforma aloja un blog, donde los organizadores de la muestra han intentado hacer explícito el proceso de gestación del proyecto, mediante la publicación de textos, entrevistas, bibliografía y otros materiales relacionados con la exposición. Como en iniciativas similares, dicha bitácora virtual ha intentado convertirse en un medio de intercambio de ideas entre los organizadores de la muestra y su(s) público(s), aunque, como suele suceder, los resultados de la experiencia han sido más bien discretos.

Ahora bien, el plato fuerte de la plataforma virtual es un espacio en el que los organizadores de Pantalla global permiten a la gente subir sus propios vídeos de acuerdo con unos bloques temáticos predeterminados y que son los que estructuran el discurso de la exposición física. Los diferentes trabajos enviados por los colaboradores espontáneos se ponen a disposición del público por medio de Internet y de distintos monitores que se intercalan con las instalaciones ubicadas en el espacio expositivo del CCCB. El objetivo es que los creadores compartan sus trabajos en la plataforma digital de Pantalla global –una especie de Youtube acotado, pero investido del glamour del mundo de arte– para ofrecer un contrapunto al discurso de los curadores. Lo que se busca es contrastar el punto de vista de los videocreadores “espontáneos” con el discurso de la institución. En eso consiste el ejercicio de “cocreación” propuesto por Pantalla global.

Pantalla global se autodefine como un “proyecto abierto”. Miquel Nogués, coordinador de la exposición, incluso compara el proyecto con los programas informáticos open source. Pero, ¿las cosas son de verdad así?

Pantalla global invita a la gente a compartir sus creaciones. Sin embargo, no me queda claro que la institución esté dispuesta a hacer lo mismo que pide a sus usuarios, tal como intentaré demostrar explicando una anécdota personal. Guiado por la tentación de utilizar, para una propuesta propia, algunos de los materiales publicados en la web de Pantalla global, me dirigí a la página del aviso legal del proyecto. Mi intención era saber bajo qué condiciones podría copiar y distribuir los contenidos del sitio. Al fin y al cabo, defiendo el procomún, pero soy lo menos parecido a un “pirata”. Para mi sorpresa, lejos de acceder a las condiciones de alguna licencia copyleft, me encontré con unas cláusulas legales absolutamente restrictivas que contradicen cualquier voluntad de apertura.

Reproduzco dos de ellas:

1.1 Este sitio web y todos sus contenidos, incluyendo los textos, las imágenes, los sonidos, las bases de datos, los códigos y cualquier otro material, son propiedad del CCCB o de los terceros que hayan autorizado su uso. Todo este material se halla al amparo de la legislación de protección de la propiedad intelectual. Sus titulares se reservan las acciones legalmente oportunas para reparar los daños y perjuicios causados por cualquier acto que vulnere los derechos de propiedad intelectual sobre estos contenidos.

[…]

2.1 Queda totalmente prohibido distribuir, copiar, modificar o enviar tanto el contenido como el código de las páginas, salvo que se cuente con la autorización expresa y por escrito del CCCB. La información que se facilita en esta página no puede ser objeto por parte de los usuarios de venta o cesión, bajo ningún concepto, incluyendo la garantía.

Los proyectos de conocimiento común prosperan cuando todos trabajan bajo unas condiciones equitativas y cuando los resultados del esfuerzo colectivo revierten en toda la comunidad. Por lo visto, en el caso de Pantalla global, las relaciones que se establecen entre el CCCB y sus usuarios no son simétricas, de manera que, mientras que la institución –que tiene un carácter público, no lo olvidemos– pide generosidad a sus usuarios, se reserva el derecho a ser tacaña con ellos. Ella afirma promover la cultura del intercambio, pero se resiste a poner en circulación el conocimiento que genera.

Desde luego, son diversos los mensajes que ponen en entredicho la voluntad de apertura de Pantalla global. Así, cuando el espectador se pasea por la sala de realidad aumentada de la exposición física, se encuentra con unos códigos QR que le permiten descargarse unas aplicaciones, también accesibles desde la web, para interactuar con diversos objetos. Sin embargo, no deja de resultar chocante que dichas aplicaciones estén diseñadas exclusivamente para iPhone, iPad e iTouch. No por nada, Apple es una de las empresas que menos han hecho para favorecer el código abierto –ya no digamos, el software libre– y que más trabas han puesto a la universalidad de la web. ¿Por qué, si los responsables de Pantalla global ensalzan la apertura, terminan discriminando los dispositivos basados en estándares abiertos? Es posible que los iPhones tengan más sex appeal que los teléfonos con Android, pero apostar por los aparatos de empresas que basan su filosofía en la restricción no parece la mejor manera de defender el conocimiento compartido.

A últimas fechas, muchos curadores se han apuntado a la moda de favorecer las iniciativas basadas en la cooperación, la creación de redes de trabajo y la reivindicación de la inteligencia colectiva. Todo sea dicho, yo también participé de esta moda, cuando me embarqué –junto con Àlex Mitrani y Cristian Añó– en la organización de Processos oberts de Terrassa, en 2006. Sin embargo, organizar un proyecto colaborativo supone bastante más que publicar un blog y contactar con algunos colectivos para hacerlos trabajar, de una manera acotada y tutelada, con el objetivo de justificar el carácter plural de la iniciativa, tal como hicimos nosotros en Terrassa. En realidad, requiere ser más radicales, pues exige crear unas condiciones de colaboración que permitan generar un verdadero beneficio común, diseñar mecanismos de mediación que garanticen la interacción efectiva entre los participantes y proponer un marco legal que sustente la cultura del intercambio y favorezca la libre circulación del conocimiento. Se trata, en definitiva, de pasar de las palabras a los hechos.

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Las condiciones del conocimiento común

La economía del conocimiento común no aflora ni germina si no cuenta con un suelo suficientemente mullido que asegure la continuidad de las colaboraciones, el reconocimiento del esfuerzo, la supervisión y vigilancia colegiada de las contribuciones. Muchos creemos que las plataformas abiertas de colaboración digital son el fundamento de una nueva riqueza social, al menos de una posibilidad incipiente de mayor transparencia, implicación cívica, cogestión política, inteligencia aumentada y abundancia compartida, pero ninguno de esos extremos se da […] sin unas condiciones previas que lo hagan posible.

Felipe Ortega y Joaquín Rodríguez, El potlatch digital, 2011.

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El Macba en Internet: aciertos y desaciertos

Los museos de arte son instituciones conservadoras por definición. Tradicionalmente, su función ha consistido en definir qué productos culturales merecen preservarse y, al mismo tiempo, ofrecer las condiciones materiales adecuadas y los marcos conceptuales pertinentes para garantizar su preservación efectiva. Cuando un objeto entra a formar parte de las colecciones del museo, es sustraído del tiempo presente para entrar en el pasado. Deja de pertenecer al mundo actual para convertirse en legado.

Por más que se empeñen en evitarlo, los museos suelen dirigir su mirada hacia el tiempo pretérito. Quizá por ello, sean de las instituciones que se han mostrado menos propensas a adaptarse a las transformaciones traídas consigo por las tecnologías digitales de comunicación. Durante mucho tiempo, los museos parecieron ignorar que Internet estaba modificando de una manera radical las relaciones entre las instituciones y las personas y continuaron comportándose como unas entidades herméticas, jerárquicas e impermeables al exterior.

Ya sea guiados por una sincera voluntad de apertura o forzados por las circunstancias, algunos museos han comenzado a diseñar estrategias para adaptarse a las nuevas reglas que rigen la sociedad hiperconectada. Es el caso del Museu d’Art Contemporani de Barcelona (Macba) que, en tiempos recientes, se ha valido de las posibilidades ofrecidas por Internet para crear nuevos canales de comunicación e interacción con sus usuarios y para lograr que su impronta trascienda los límites de su sede física.

De forma significativa, algunas de las iniciativas tomadas por el Macba para potenciar su presencia digital tienen un trasfondo legal. Con acierto, el museo barcelonés ha promovido la utilización de licencias creative commons para los materiales que publica, con el objetivo de adaptarse a la lógica de la compartición y la distribución viral inherente a la red. En contraste con muchas otras instituciones y con no pocos creadores, inútilmente obsesionados por impedir que sus trabajos se reproduzcan y se distribuyan en Internet, el Macba ha optado por favorecer la circulación y la difusión de los materiales de su propiedad.

Esta actitud es coherente con otra de la iniciativas de la institución barcelonesa: la publicación de una parte de su archivo fotográfico en Flickr. De esta forma, el Macba deslocaliza sus archivos y recurre a un canal ajeno para aumentar la visibilidad de sus fondos y, en el caso de las imágenes con licencias creative commons, para facilitar su distribución y su uso. La utilización de Flickr como aparador, puede parecer un gesto tópico y nimio, pero lo cierto es que es una forma tremendamente eficaz para difundir los fondos del museo y, lo que es más importante, para que los usuarios de Internet les otorguen nuevos significados mediante la etiqueta, el comentario, el pie de foto y la recontextualización. Al recurrir a este sitio, el museo pone sus fondos a disposición infinidad de individuos que, de acuerdo con sus intereses y visiones de la realidad, añaden conocimiento a las imágenes, les otorgan nuevos usos y, en el mejor de los casos, desencadenan la serendipia.

Ahora bien, ya que el Macba se ha animado a difundir sus fondos gráficos en Flickr, lo lógico sería que también comenzase a publicarlos de forma sistemática en Wikimedia Commons, un repositorio libre, tremendamente popular y que, a diferencia del portal de Yahoo!, no tiene un carácter comercial.

Sin embargo, favorecer la diseminación de los contenidos producidos por el Macba no es la única estrategia empleada para aumentar la presencia del museo en Internet. Los recursos utilizados son variados y abarcan desde presencia del museo en redes sociales como Facebook o Twitter hasta proyectos de radio por Internet.

Recorridos es, sin duda, el proyecto para Internet más ambicioso de la institución barcelonesa. Presentado a mediados de enero, como parte de la nueva web del Macba, es una aplicación que permite a los usuarios elaborar sus propias exposiciones virtuales a partir de las colecciones del museo y añadir información contextual sobre las piezas que forman parte de ellas. Curiosamente, es una herramienta no demasiado distinta a la que yo mismo proponía en un artículo publicado en a*desk hace algunos meses.

Resulta encomiable que el Macba busque crear nuevas vías de interacción con sus usuarios más allá de las trilladas redes sociales y que de, alguna forma, permita que individuos ajenos a la institución otorguen sentido a sus piezas y sus colecciones. La idea es buena, pero, desafortunadamente, la manera de resolverla es más bien decepcionante. Lo que podría ser una aplicación útil no únicamente como un instrumento para aproximar de una manera lúdica los fondos del museo al público en general, sino también como recurso pedagógico y como herramienta de trabajo para investigadores y curadores, se convierte en una aplicación más bien chata y anodina, que provoca frustración en el usuario por las limitaciones que le impone.

En realidad, el punto más débil de Recorridos no reside en la aplicación en sí sino en el estado de inacabamiento en el que se encuentran las colecciones digitales del Macba. El principal problema con el que se encuentran los usuarios que desean elaborar sus exposiciones virtuales –los llamados “recorridos” que dan nombre a la aplicación– es que la gran mayoría de los fichas de las obras alojadas en la web del museo poseen muy poca información. En general, las fichas no ofrecen más datos que las características técnicas de las obras. En muy pocos casos, nos ofrecen información contextual que nos ayude a comprenderlas y, aún en menos ocasiones, incluyen imágenes que nos permitan contemplarlas. Esto provoca que la elaboración de los recorridos virtuales, lejos de presentarse como una actividad atractiva, se convierta en un ejercicio improductivo y tedioso, incluso para un especialista. Cuando el usuario intenta organizar su exposición virtual, se encuentra consultando áridos listados de obras y artistas, que carentes de información, no hacen más que desorientarlo. Al final, se acaba dando la situación absurda de que deba recurrir a Google para obtener la información y las imágenes que la propia web del Macba le niega.

¿Qué sentido tiene ofrecer al usuario una aplicación para interactuar con los fondos digitales del museo si no se le permite acceder a dichos materiales de forma adecuada? Si de lo que se trata de promover el conocimiento de las colecciones del museo –aquello que, al fin y al cabo, otorga sentido a la institución–, lo lógico sería garantizar la solidez de la información ofrecida sobre ellas, antes de ponerla a disposición del usuario. Es una norma dictada por el sentido común, que se acaba pasando por alto.

Otro de los problemas de Recorridos es que no asume que la red tiende a disolver las barreras materiales y conceptuales existentes en el mundo físico y a trastocar las jerarquías entre las cosas. En la red, los límites que separan el adentro y el afuera tienden a difuminarse. Por este motivo, resulta chocante que la aplicación del Macba no permita combinar las obras del museo con materiales ajenos a él. Si la web se caracteriza por su capacidad para fomentar las conexiones entre contenidos, no parece demasiado lógico desarrollar un proyecto que se mantenga aislado del resto de materiales alojados en ella. Interesante de verdad sería dar la oportunidad a los usuarios para que hicieran dialogar los fondos del museo con la gran diversidad de materiales que se producen fueran de él. Sería un magnífico mensaje que, pondría en evidencia, la voluntad de acabar con el ensimismamiento que tradicionalmente ha caracterizado a los museos.

El temor a la apertura va de la mano con la prevención a otorgar un verdadero control al usuario sobre lo que sucede en la web. En este sentido, resulta significativa la falta de un sistema de reputación que permita conocer la opinión de los usuarios sobre los recorridos publicados y que permita destacar los contenidos más populares. Sería interesante que, mediante un sistema de botones como los existentes en casi cualquier entorno de web social, la gente pudiese destacar los recorridos que más le interesan, contribuyendo así a otorgar mayor visibilidad a los contenidos más populares.

En estos momentos, en la página de portada aparecen destacados tres recorridos seleccionados por el propio el museo –de acuerdo con unos criterios que no se hacen explícitos en ningún sitio– junto a los tres más visitados a lo largo del mes. Resulta hasta cierto punto comprensible que el museo se reserve el derecho de seleccionar los recorridos que considere más destacados; lo que no resulta tan evidente es que el número de visitas que reciben los distintos recorridos sea que el criterio más conveniente para elaborar una clasificación. Después de todo, podemos visitar un recorrido, pero eso no significa que nos acabe gustando; de la misma manera que muchas veces nos acercamos a un museo para ver una exposición que, al final, consideramos que es mala.

Esta distorsión se ve acentuada por el hecho de que el usuario tampoco puede saber el número de visitas recibidas por cada recorrido, por lo que no puede hacerse una idea de la difusión o la relevancia pública que han tenido cada uno de ellos. No se acaba de comprender por qué se niega a los usuarios esta información, a menos que la razón tenga que ver con el temor a que los contadores de visitas muestren unas cifras de visitas que puedan parecer decepcionantes.

En última instancia, Recorridos parece un esbozo, una versión alfa, de lo que debería ser. Es como si, por urgencia o apresuramiento, el proyecto se hubiera hecho público cuando aún estaba en fase de maduración. Para utilizar un imagen procedente del mundo de los átomos, es como si los curadores del Macba hubieran decidido inaugurar una exposición con las salas del museo preparadas y con las cédulas de obra pulcramente colocadas en su sitio, pero sin haber desembalado las obras. Es probable que esta exposición que nos imaginamos fuese potencialmente interesante, pero la falta de obras la haría incomprensible.

Puede suceder que Recorridos –de, entrada, una buena idea– no acabe de cuajar, debido a sus carencias. Sería una verdadera lástima. En cualquier caso, no es un buen síntoma que los museos tiendan a mostrar menor rigor con sus proyectos digitales que con los realizados en sus espacios físicos. Parece como si sus responsables no acabaran de comprender que hace ya un buen tiempo que las redes digitales de comunicación son una realidad consolidada. Es como si aún no hubieran cobrado plena conciencia de que los usuarios de Internet están habituados a moverse en un territorio en el que abundan las aplicaciones atractivas, funcionales y desarrolladas con elegancia. Es como si todavía no asumieran que la competencia en la red es encarnizada, por lo que si un individuo se encuentra con una aplicación que no le acaba de satisfacer, la abandonará para experimentar con otra, sin pensárselo dos veces. En Internet, los viejos privilegios han desaparecido. Esto significa que, si los museos no son capaces de ofrecer unos materiales útiles y atractivos para sus usuarios, corren el peligro de acabar siendo abandonados por ellos.

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Nuevos modelos de creación colaborativa, en a*seminar

Los amigos de a*desk me han invitado a participar en a*seminar con un taller en línea titulado “Arte en red: nuevos modelos de creación colaborativa”, que tendrá lugar a partir de marzo. Se trata de un seminario teórico-práctico centrado en las distintas estrategias de producción colaborativa surgidas al abrigo de las redes digitales de comunicación. Es un tema que me interesa particularmente, como bien sabéis quienes visitáis este blog.

Podéis encontrar más información sobre este seminario en la página web de a*desk.

Huelga decir que, si os animáis a participar, estaré encantado de compartir conocimientos y experiencias con vosotros.

También os recomiendo el a*seminar “Teoría crítica feminista” que impartirá Maite Garbayo Maeztu.

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