
Etiquetas con mensajes en la plaza Catalunya de Barcelona, durante la acampada de los Indignados, el 21 de mayo de 2011. Fotografía de Julien Lagarde.
El éxito de la convocatoria de la protesta mundial del 15-O pone en evidencia de forma diáfana una de las grandes paradojas de Twitter: esta herramienta, símbolo del ocaso de las capacidades comunicativas de los sujetos, ha terminado por convertirse en el medio ideal para que la multitud se exprese de una manera vigorosa. Por un lado, la red social de los micromensajes, con su énfasis en lo inmediato y lo sintético, contribuye a la erosión de las habilidades de la expresión individual que caracteriza a la sociedad hiperconectada; pero, por otro, posee una capacidad fabulosa para aglutinar conjuntos de comentarios y mensajes que carecerían de valor por separado convirtiéndolos en poderosas corrientes de opinión y en instrumentos eficaces de organización colectiva. En Twitter, el empobrecimiento del pensamiento individual tiene su contrapartida en la potenciación de la inteligencia de la multitud.
No es de extrañar que esta la red social esté desempeñando un papel fundamental en los grandes movimientos sociales de los últimos meses, desde las revueltas de los países árabes hasta la protesta mundial del 15 de octubre, pasando por los movimientos de indignados de países como España, Chile, Israel y Estados Unidos.
Espacio poco adecuado para impulsar el pensamiento reflexivo, Twitter es, en cambio, un magnífico instrumento para difundir consignas y mensajes políticos. Esto se debe, en buena medida, a su funcionamiento interno que, al poner énfasis en el reenvío de mensajes a través de una infinidad de cadenas de usuarios interconectados, favorece la distribución viral de los comentarios. La capacidad multiplicadora de Twitter hace posible que los mensajes susceptibles de ser asumidos por la multitud alcancen una inusitada difusión en lapsos muy breves. Gracias a Twitter, una proclama que, en otros tiempos, habría llegado solo a un número muy reducido de personas –a menos que hubiese llamado la atención de los medios de comunicación tradicionales– puede convertirse en un eslogan de resonancia mundial.
La capacidad relacional de Twitter se ve favorecida, además, por las etiquetas (hashtags), cuya función principal es crear puntos de contacto entre personas con intereses, motivaciones e ideas semejantes. Gracias a ellas, los usuarios pueden localizar los tweets de los temas que les interesan, entre los millones de mensajes que diariamente se difunden por la red social. Las etiquetas funcionan como campos magnéticos que atraen hacia sí sujetos que comparten visiones de la realidad. Crean espacios de encuentro donde personas geográficamente distantes entre sí, pero susceptibles de adoptar valores comunes, pueden intercambiar mensajes. Gracias a las etiquetas, podemos leer los mensajes de personas que tienen ideas como las nuestras y sentirlas “cercanas a nosotros”, por muy lejos que se encuentren en el mundo físico. Las etiquetas son unas poderosas fuerzas centrípetas, con capacidad para contrarrestar la dispersión de la red y favorecer la creación de comunidades.
Viralidad y sentido comunitario son, probablemente, los dos factores que explican el éxito de Twitter como instrumento político. En esta red social, las consignas se difunden a velocidad de vértigo y, en el camino, van logrando las adhesiones de los usuarios que se identifican con ellas. De esta manera, Twitter fomenta una política emocional, en la que prima la comunión afectiva con unos valores compartidos, por encima de las decisiones fruto del cálculo puramente racional. Frente a las formas de administración tecnocrática de los Estados y las instituciones financieras internacionales, los movimientos sociales nacidos al abrigo de Twitter y las redes sociales proponen una participación ciudadana sustentada en la identificación emotiva con unas aspiraciones y unos valores compartidos. En el fondo, el activismo de Twitter nace de una suma de afectos y por eso sus proclamas suelen estar teñidas de idealismo.
No hay que desdeñar la capacidad de las multitudes organizadas en red como motor de cambio social. Su contribución ha sido decisiva en la caída de los regímenes dictatoriales de Argelia y Egipto este año, de la misma manera que lo fue en 2004 para dar el triunfo a José Luis Rodríguez Zapatero en las elecciones generales de España. En realidad, la multitud que se movilizó espontáneamente mediante SMS para lanzar un voto de castigo contra los políticos que intentaron manipularla tras los atentados del 11-M es la misma que ahora se comunica mediante Twitter y que probablemente negará su apoyo a los socialistas en los comicios del próximo 20 de noviembre. Ahora mismo, resulta más que evidente que la política de los afectos puede cambiar la historia.
Sin embargo, afirmar que la política de las redes sociales se sustenta tan solo en un componente emocional supone caer en el reduccionismo. Twitter es un gran difusor de consignas, pero también es una guía que, bien utilizada, nos ayuda a orientarnos en la web. Gracias a los hiperenlaces incluidos en muchos tweets, podemos acceder a sitios con recursos que nos permiten trascender la superficialidad del mensaje de 140 caracteres. Desde Twitter, podemos acceder a blogs donde se fomenta la reflexión, a foros donde se debaten las ideas y a wikis donde se conciben y se construyen proyectos políticos. La red ofrece herramientas novedosas que favorecen la reflexión, el intercambio de ideas y la organización de redes de participación política. En su conjunto, ellas son el complemento a la política emocional impulsada por Twitter.
Está por ver si las multitudes que se han organizado para hacer oír su voz en todo el mundo lograrán crear estrategias de gestión ciudadana eficaces, capaces de ofrecer verdaderas alternativas a las estructuras políticas tradicionales. Los hechos demuestran que las organizaciones informales conectadas en red son capaces llevar a cabo con éxito proyectos complejos. Tenemos un buen ejemplo de ello en las comunidades de software libre, cuyos proyectos cooperativos han hecho posible el desarrollo de un buen número de herramientas que utilizamos todos los días en Internet. ¿Resulta viable aplicar los modelos cooperativos que tanto éxito han alcanzado en la red a las iniciativas de gestión pública? ¿Es posible consolidar un proyecto político sustentado en redes horizontales y descentralizadas de ciudadanos que colaboran desinteresadamente por el bien común? Por ahora, construir una política basada en la transparencia y la cooperación desjerarquizada parece utópico. Sin embargo, esto no quiere decir que no sea deseable.